Pedro García Cazorla
01:00 • 09 oct. 2011
Poco antes de terminar el milenio Apolonio concluyó que su vida era un fraude, tiró todas sus cosas al contenedor de la basura más cercano y se marchó hasta el desierto de Tabernas, para vivir como un anacoreta. Yo lo daba por muerto pues no había tenido noticias de él desde entonces, estaba convencido que el musgo y el agua de lluvia no le bastarían para sobrevivir y que el hambre o la sed acabarían con él.
Tres semanas atrás, Apolonio estaba predicando, casi desnudo, sólo unos harapos cubrían su delgadez extrema y un velo rodeaba la cabeza y la barba blanca, también aquellos ojos negros profundos, como dos pozos sin fin. Subido a unos de los cubos amarillos de mármol de la Puerta Purchena, parecía que el tiempo hubiera perdido las fechas.
Un grupo de personas congregadas a su alrededor, permanecía hipnotizado por la presencia de aquel hombre. Tardé en reconocerlo había cambiado pero no tanto, aún seguía cerrando los ojos para hablar, quizás por eso sus ideas y sus palabras venían desde los sueños y no de este mundo.
Y aunque Apolonio no hubiera dejado de ser el mismo flipado de siempre, el presente apocalíptico y este tiempo de decepciones favorecen a los hombres que viven entre los sueños y los elocuentes silencios de los desiertos.
Así que cuando terminó diciendo que lo dejáramos todo y lo siguiéramos, que en las ciudades corruptas nuestras únicas amistades son la soledad y tristeza, que él nos llevaría volando a los brazos del Amado. Me acerqué para ayudarle a bajar del pedestal, el Santo beso mi frente.
- No lo acabó de entender, te apartas del mundo y ahora necesitas que la gente te siga.
- Yo no necesito nada, sois vosotros los que tenéis necesidad de mí. Si he vuelto aquí es para ayudaros, está muy cerca el final de los días.
Pregunté a mi viejo amigo que hacía donde se dirigía, contestó que a la Estación Intermodal. Noté el murmullo de quienes le seguían unos pocos pasos detrás. Una mujer de unos treinta años y con ropas hippies, levantó la mano con pudor, como un niño el primer día del colegio, preguntó al maestro, sino era más auténtico ir andando, pero un hombre que andaba rezagado dijo que con su artrosis no podría seguirnos.
El más joven del grupo que se había quedado sólo con los calzoncillos puestos, decía que el no tenía dinero para pagar el Bus, su cartera se había quedado en sus pantalones, yo ofrecí prestarle cinco euros, siempre que los devolviera, pero él no aceptó había jurado ante Dios, nada más oír las palabras de Apolonio que nunca más tocaría el sucio metal, otro de los seguidores hizo en aquel instante el mismo juramento solemne y se quedó sólo con un pequeño slip indecoroso.
Aquello disgustó a los vigilantes jurados de la Intermodal que nos echaron de allí a fuerza de empujones. Ya en la calle Apolonio subido en el coche de línea Almería-Tabernas pasó delante nosotros y dijo adiós.
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