Siendo en 1933 presidente del gobierno, don Manuel Azaña anotó el 17 de febrero en su diario una reflexión bien amarga: "Es difícil gobernar en España, donde el número de personas inteligentes es muy reducido". Se refería, ofuscado, a las arteras maniobras obstruccionistas que su gobierno de conjunción republicano-socialista encontraba en los radicales de Lerroux y en el grupo de Gordón Ordás, pero si el intelectual alcalaíno hubiera visto y oído lo acontecido éstos días en Las Cortes, su desolada reflexión no sólo habría sido la misma, sino que la habrían suscitado, particularmente, las palabras y los gestos de Albert Rivera e Inés Arrimadas, respectivamente.
No creo que en España, donde mucho talento aislado, individual, se malogra al contacto de una atmósfera política y social adversa, pero en el Congreso de los Diputados el número de las personas inteligentes parece ser, en efecto, muy reducido. Y en la bancada de Ciudadanos, reducidísimo, si hemos de valorar la inteligencia a tenor de sus expresiones y sus frutos. Porque, ¿en qué cabeza cabe que un representante del pueblo, comisionado por éste para la elaboración de políticas y de leyes que persigan el mejoramiento y la concordia social, tilde pública y repetidamente de bandidos a los diputados de otros partidos, representantes legítimos del pueblo igualmente y comisionados por éste para lo mismo? De la inteligencia del señor Rivera no había hasta ahora demasiadas noticias, pero desde que se refirió a los que pudieran apoyar la investidura del candidato socialista como componentes de una "banda", de "la banda de Sánchez", me parece que ya no cabe esperar ninguna.
¿Dónde se creía que estaba el tal Rivera cuando calificó una y otra vez, como gustándose, de bandidos a sus antagonistas políticos? ¿En una taberna? ¿En un "after-hours"? ¿En una barbacoa exclusivamente de cuñados? En el hemiciclo del Congreso de los Diputados, no, desde luego.
Pues la mirada cree crear la cosa, y pues todos nos proyectamos con ella, cabría pensar que el señor Rivera tiene muy arraigado el concepto de banda, con su sectarismo, su cerrazón y su peligrosidad correspondientes. A reforzar tal sospecha vendría la espantable visión de una Inés Arrimadas reproduciendo en gestos groseros e incalificables visages los conceptos vertidos por su superior jerárquico, y ello sin prescindir tampoco del vocablo "banda", que debe parecerles a los naranjas el colmo de lo ingenioso.
En España no creo, aunque los inteligentes suelen ser escarnecidos o ignorados, pero en el Congreso, sobre todo en la bancada de Rivera, su número es el que percibió y volvería a percibir Azaña.
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