José Luis Masegosa
01:00 • 10 oct. 2011
Cuando se viaja a algún lugar cada cual tiene su propio código de conducta, sus caprichos, su ritual personal y su peculiar proceder. Me cuenta el compañero Antonio Torres que la periodista María Antonia Iglesias le confesó en cierta ocasión que cuando acudía a alguna ciudad nueva para cualquier menester profesional no la abandonaba sin haber visitado cuantas iglesias pudiese. De esta manera conformaba, al margen de otras consideraciones, su propia idea acerca del pasado de dicha urbe. Aparte de otras muchas debilidades, a mi me atraen de manera especial las nominaciones de los barrios, plazas y calles de los pueblos y ciudades que visito, por cuyos orígenes siento una especial curiosidad que intento saciar con interrogatorios espontáneos a vecinos y viandantes, ejercicio no exento del riesgo de inexactitudes y de adornamiento de datos y hechos, posible fruto de la cosecha personal de mi interlocutor. Lejos de abandonar cuentos y cuentas, más valoro el resultado de mi indagación, toda vez que la estimo más enriquecedora.
No ha muchos días que, dejado llevar por compaña de confianza, aparecí sin razón de peso alguna cuan extraño en un hermoso y poblado municipio almeriense. Mientras la compañía daba justa cuenta de suculentas viandas, me adentré sin rumbo por el abigarrado entramado urbano, en tanto dejaba reposar la vista en las placas de cerámica que nominaban las calles. Mediado el recorrido me llamó la atención las nominaciones de dos vías confluentes: “Comadre” y “Rosa”. La hora intempestiva de mediodía no dejaba entrever mucha vecindad en la calle, pero a poco que anduve encontré refugiada tras la cortina alpujarreña de una puerta a una abuela tocada con negro pañuelo. No perdí la oportunidad y pregunté la razón de tan vulgares epítetos. Mi interlocutora no dudó en aclarar la duda: Los dos nombres –Comadre y Rosa- aludían a una vieja moradora de la casa esquina, en cuyas manos nacieron varias generaciones de vecinos, dado su oficio de comadrona. De inmediato pensé que Rosa sería el nombre de pila de la comadre. Pero no. La abuela amplió su explicación: La comadrona utilizaba una técnica personal para adivinar cuándo aparecía la cigüeña en casa de sus pacientes. Al recibir el aviso cortaba el capullo de una rosa de su huerta y sumergía el tallo en agua, cuando el capullo se abría se producía la señal inequívoca. La comadrona se desplazaba al domicilio de la parturienta y, en efecto, llegaba en el momento justo del parto. La continua asistencia de la comadre, “la de la rosa”, dio nombre a esas dos calles, calles con solera.
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