Solo le faltaba a Pedro Sánchez la generosa complicidad de un sondeo electoral para convencerle de que el desprestigio de la clase política es un elefante en la habitación de fácil conversión es inofensiva mascota de la política nacional. Sobre todo si, como el espejo de cenicienta, el sondeo le reconoce como el más guapo de los aspirantes a la Moncloa. Hasta el punto de triplicar en expectativas de voto al segundo del ranking (PP).
Con la última entrega demoscópica del CIS (41,3 % de intención directa de voto al PSOE y 13,7% al PP), se dispara la opción del retorno a las urnas entre los guionistas de Sánchez. O, al menos, se dispara la tentación de crear las condiciones que lo hagan inevitable. Sin reparar en el desgaste reputacional de los políticos que se produciría si los españoles son llamados a otras elecciones generales por cuarta vez en cuatro años.
Es el verdadero elefante en el salón, según el conocido modismo inglés alusivo al problema que todos conocen y nadie menciona. En este caso, el descrédito de la clase política española, en general y los dos partidos de la izquierda en particular. En mayor o menor grado todos encajan en la demostrada incapacidad de calmar el hambre atrasada de certidumbres que tienen los españoles desde diciembre de 2015.
No es el único problema mastodóntico que dificulta un normal desenvolvimiento de la política española, afectada de interinidad en las estructuras superiores y de acechanzas de los nacionalismos periféricos.
Al segundo grupo de averías en la sociedad y el Estado pertenece el persistente reto independentista organizado por unas fuerzas políticas y civiles perfectamente identificadas en Cataluña. Y, más pegado a la reciente actualidad, el no menos persistente mensaje que emite una parte de la sociedad vasca respecto a los terroristas de ETA que son recibidos como lendakaris de sus respectivos pueblos cuando abandonan la cárcel después de haber cumplido largas condenas.
Me refiero a los etarras a Javier Zabaleta ('Baldo') y Xavier Ugarte. Los dos tomaron vidas humanas como rehenes de sus sueños tribales. Pero han sido recibidos como héroes por buena parte de sus convecinos, mediante actos organizados por quienes defendían la causa del independentismo vasco antes por las malas (ETA) y ahora por las buenas (Bildu), aunque nadie es capaz de explicar de qué sirvieron aquellos años del plomo y dónde está la victoria de las ochocientas muertes.
Quien lo intente de buena llegará a la desalentadora conclusión de que pusieron la patria por encima de la persona. Sostenía Hans Frank, la lumbrera jurídica de Hitler, que los alemanes no estaban obligados a distinguir entre el bien y el mal, sí entre alemanes buenos y malos. Como en el grito de Aramburu ('Patria') sobre el cataclismo moral de una Euskadi con tendencia a distinguir entre vascos buenos y vascos malos.
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