Me dice alguien que presume de tener buen contacto con Pedro Sánchez (no sé si con el PS de los lunes, miércoles y viernes o con el de los martes, jueves y sábados; los domingos también varía) que ahora quiere imitar a Macron en una España gobernada ‘a la portuguesa’, como la que ha conseguido el socialista Antonio Costa. No lo veo fácil, no. Y bien que lo siento.
Que España no es Portugal, donde ninguna fuerza imaginaría siquiera sustraerse al sistema, resulta obvio; además, no existen tentaciones secesionistas desde ningún territorio, Azores incluida. Que España tampoco es Francia es igualmente evidente por muchas razones: que no me hablen del nacionalismo corso, porque me parto de risa. Nuestro vecino del norte es un país que venera su historia, su himno, su bandera, el concepto de patria. Y ningún Estado puede ser fuerte si no coloca por encima de todo sus tradiciones, su enseña nacional, su unidad territorial.
Casi nada de esto es valor dominante aquí, en este secarral político, donde el concepto ‘Estado’ se diluye en líos semánticos, en nacionalismos más o menos vergonzantes y en deformaciones de la realidad histórica. Y, desde luego, en momentos de auténtico surrealismo de lo más hispano, por mucho que este concepto pueda molestar a quienes no quieren serlo, hispanos, digo, no surrealistas.
Ver a doña María Chivite y a su ‘número dos’, Ramón Alzórriz, escuchando a través de los cascos en el Parlamento navarro la traducción del discurso en euskera de la representante de Bildu, Bakatxo Ruiz, anunciando la abstención parcial de su grupo para que la socialista Chivite, que perdió las elecciones autonómicas, pueda gobernar en el territorio foral, fue un momento cumbre de esperpento valleinclanesco. Que el republicano independentista Gabriel Rufián se haya constituido en el principal patrocinador de un acuerdo nacional para poder llegar a formar el Gobierno (el que a él le interesa, claro) del Reino de España, convendrá usted conmigo en que tampoco está del todo mal como ejemplo que ni Dalí ni Magritte podrían haber imaginado jamás en sus fantasías.
Pero si España, por motivos obvios, no es Portugal ni tampoco Francia -y menos aún, ay, Alemania, mientras nos acercamos a la Italia berlusconiana-, convengamos que Pedro Sánchez tampoco es Antonio Costa, esa figura sólida que de lo que menos presume es de su físico y de lo que más, de sus cualidades dialécticas. Ni, claro, tampoco Macron, por mucho que ahora el presidente español en funciones se haya lanzado a un pretendido diálogo con algo que él cree que es la sociedad civil en un intento de convencernos de que contará con ella, y no con el líder de Podemos, Pablo Iglesias, para hacer su programa reformista.
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