El 20 de noviembre de 1975 murió Franco, el dictador que había regido España desde el 4 de abril de 1939, día de la victoria de los nacionales (los “fascistas”) sobre los republicanos (los “rojos”). El dictador había gobernado el país durante 36 años.
El acceso al poder de Franco se produjo tras un intento de golpe de estado que desembocó en una guerra civil de tres años. El odio con que se enfrentaron los dos bandos provocó una guerra sangrienta tanto en los frentes de batalla como en la retaguardia. En la retaguardia menudearon los comportamientos ruines en que incurre el ser humano en esas circunstancias: fusilamientos arbitrarios, asesinatos políticos, torturas, etc. Pero cuando vino la paz no trajo consigo la desaparición de la represión política. Durante varios años después de acabada la guerra la represión política continuó siendo feroz y, hasta el final de la dictadura, fue implacable y mortífera. Baste recordar que el mes antes de la muerte del dictador, se cumplieron varias penas de muerte por causas políticas.
El rey Juan Carlos I tuvo desde el principio claro que el futuro de España y de la monarquía dependía de consolidar un estado democrático en el país. Se produjo una conjunción de circunstancias favorables para la democracia española. Una de las más importantes (si no la más importante) fue una coincidencia de una serie de políticos de los distintos partidos, con sentido de responsabilidad histórica, que fueron capaces de hacer una transición incruenta de la dictadura a la democracia mediante el consenso democrático, una capacidad extraordinaria para alcanzar acuerdos políticos entre ideologías muy diferentes. El consenso permitió aprobar la Constitución de la democracia española en el año 1978.
La democracia española lleva ya 41 años de vida. El cambio en todos los órdenes que ha experimentado España y los españoles juzgado objetivamente por cualquier indicador que se elija, ha sido extraordinariamente positivo. Con todos los defectos y las corruptelas que soporta, la democracia española es homologable con cualquiera de las más desarrolladas del mundo. En este momento, estamos posiblemente en la encrucijada histórica más difícil de resolver para la democracia española, por la amenaza de los egoísmos nacionalistas. Todos tenemos alguna responsabilidad, ya sea por acción o por omisión, en esta situación crítica. Con todo, hay algunas personas singulares que han contribuido insensatamente a agravar éste y otros problemas. Concretamente estoy señalando al exPresidente Rodríguez Zapatero, que con su ligereza intelectual, su liviandad política y su frivolidad haciendo propuestas, es el principal responsable de la crisis en que hoy estamos. Él fue el detonador de la explosión de elaboración de nuevos estatutos de autonomía y el insensato que vino a decir que lo que viniera del parlamento catalán sería aprobado por el parlamento español.
En este punto concreto de nuestro devenir histórico, además, algunos españoles se entretienen con un tema de “profundo calado democrático” y “honda repercusión social”: el traslado de los restos del cadáver de Franco y el trasiego de los restos de los cadáveres de otros represaliados por la dictadura (pretenciosamente denominada “recuperación de la memoria histórica”). Como no hay problemas reales que resolver, nos ponemos a reavivar las salvajadas cometidas durante la guerra civil española, hace 80 años. Todo para mejor servir al cultivo del enconamiento político entre los españoles. No sirve para otra cosa.
Esto me lleva a recordar un poema de Gabriel Celaya, musicado por Paco Ibáñez, que canté muchas veces durante mi juventud militante en “el Partido” (el Partido Comunista de España), el PCE de Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, “la Pasionaria”. El poema se titula España en marcha y se publicó en ¡1955! dentro de un poemario llamado Cantos iberos. Estos son algunos de sus versos: “Nosotros somos quien somos./ ¡Basta de Historia y de cuentos!/ ¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos./ No vivimos del pasado,/ ni damos cuerda al recuerdo./ Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos./[…] ¡A la calle!, que ya es hora de pasearnos a cuerpo/ y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.” Gabriel Celaya, con esa sensibilidad especial que tienen los buenos poetas, ya tan pronto como en 1955, había captado la necesidad de dejar atrás los odios de la guerra civil del 36, de no continuar con la estéril disputa de qué bando había cometido más atrocidades, de no seguir contando muertos de uno y otro bando, de dejar de pensar en la venganza, en el cobro de las deudas de sangre pendientes… “Forgiven, not forgotten.” (Perdonado, no olvidado.) Pocos años después, el alma de la resistencia al franquismo, “el Partido”, los comunistas liderados por Carrillo, lanzaron su política de “reconciliación nacional” que proponía justamente recorrer ese camino. Los grupúsculos de extrema izquierda nos criticaron acerbamente a los “carrillistas”, a los “revisionistas”, no ahorrando insultos. Años después, cuando llegó el momento de la Transición, la levadura había fermentado, la idea había calado. Grandes políticos de izquierdas y de derechas, aplicaron la “reconciliación nacional”. Se promulgó una amnistía general que perdonó todos los crímenes del franquismo y todos los de los “rojos”. También los de los grupos terroristas que había varios con delitos de sangre: Terra Lliure, FRAP, ETA y GRAPO (por la izquierda), Guerrilleros de Cristo Rey y Triple A (por la derecha). Decidimos libremente mirar hacia delante y no mirar atrás. Lo decidimos todos los españoles en 1978. Ahora, algunos españoles, en su gran mayoría jóvenes que no vivieron el franquismo y no vivieron la transición democrática.
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