Media España es una feria. La otra media la goza. El omega de una feria es el alfa de otra. El calendario festivo rompe el ecuador agosteño cuando los obreros de los sueños y los fabricantes de sonrisas desmontan sus chirimbolos, empaquetan sus “cacharricos” y reinician su camino por donde la senda festiva les guíe. Casi siempre a otra plaza, a otra feria donde los convoque la diversión y la alegría, adonde los encuentre la expectación de paisanos y vecinos para admirar sus artilugios, para disfrutar sus actuaciones y sonreír sus ocurrencias.
Son trashumantes de la ilusión que siempre han tenido en los festejos populares funciones y cometidos de alta relevancia. Los ha habido quienes, fieles a una tradición medieval, escuchaban relatos e historias que después adaptaban a la representación de sus fantoches para hacerlos llegar a las gentes . Bajo la advocación de San Simeón el Salo, las generaciones de guiñoleros han llevado los espectáculos de “Gorgoritos” a todos los rincones de nuestra geografía para arrancar sonrisas a los talantes más ásperos.
Siempre he sentido atracción por el mundo de los ensueños y sus habitantes, y estas calendas lúdicas me despiertan las divertidas sesiones de polichinelas. Actuaciones en las que el talentoso artista sorprendía al respetable con el soplo mágico para hacer brotar monedas en recipientes y bolsas vacíos que, instantes antes, el público había palpado con sus manos. Escenarios de calles y plazas donde los artistas solicitaban a la concurrencia la presencia espontánea para compartir sus habilidades y genialidades con algún atrevido voluntario que en no pocas ocasiones salía escaldado. El número tragicómico se convertía , a veces, en la rechifla de los demás asistentes que ya contaban con argumento para prolongar la chanza durante tiempo después.
La fauna feriante es poliédrica y multicolor. Con paso ligero y constante, como apremiados por la pérdida de un viaje a ninguna parte o de una cita que nunca ocurrirá, los buhoneros de la feria se dejan entrever por las calles y esquinas de nuestros particulares y efímeros paraísos lúdicos, adonde acuden prestos a ofrecer su colorista mercancía. Estos vendedores de fantasías exhiben en sus abigarrados carrillos una multicolor oferta de productos que activan las pupilas a velocidad de vértigo: Globos animados con precisión, trompetas ensordecedoras, espadas luminosas, impertinentes petardos y una interminable relación de sueños plastificados que discurren a diario en un viaje de ida y vuelta para colmar ilusiones y, de paso, para ayudar a sobrevivir a estos nómadas comerciantes de fiestas patronales.
Conforman parte imprescindible del paisaje humano de los recintos de feria, en donde el mestizaje se hace presente y donde este fenómeno perenne no hallará fácil competición para vender la imaginación, el sueño y la ilusión de un auténtico carrito de feria. Al igual que los sempiternos titiriteros, como los de Serrat, nunca dejarán de cantar sus sueños y sus miserias, de feria en feria, porque todos ellos son generosos y mágicos trashumantes de ilusiones cuya vida guarde Dios muchos años.
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