Creer en la magia de las palabras

Admito que no suelo prestar mucha atención a las actualizaciones de la lista de palabras y palabros en boga entre aquellos que siguen puntualmente el discurso de lo políticamente correcto. Soy así de perro.

Sin embargo, no puedo dejar de admirar la velocidad con la que toda esta gente, que vive postrada ante “el relato” con la misma devoción que una cohorte de sacerdotisas de Baal, incluye con naturalidad las nuevas acuñaciones léxicas y se las mete en la buchaca discursiva como si tal cosa. Por ejemplo, después de haber pasado toda la vida hablando de emigrantes y de inmigrantes, los más pluscuamperfectos ahora sólo emplean el término “migrantes”, que como todas las elaboraciones del obrador de confitería intelectual progre, no es sino una nueva herramienta -otra más- para marcar diferencias entre buenos y malos.

Fíjense estos días en los informativos y verán que usar el término “migrante” aporta a quien la emplea un marchamo de serena y comprometida humanidad, de inabarcable y solidaria empatía y, en definitiva, les eleva y distingue sobre la casposa y reaccionaria manía de seguir diferenciando entre emigrantes e inmigrantes. Tú dices “migrante” y a tu alrededor se te dibuja un aura nebulosa de buen rollo con la que desde lejos te pueden confundir con Richard Gere recitando un mantra tibetano en un ático de Manhattan. “Om Mani Padme Hum”, etcétera. Ahora bien, si sigues usando los despectivos e inhumanos términos “emigrante” e “inmigrante”, se te pone inmediatamente cara de negrero insensible. 

Es una prueba más de la magia de las palabras en la que sorprendentemente cree cada vez más gente. Allá cada cual. Mi problema ahora es ver si le tengo que quitar la E de “emigrante” a mis discos de Juanito Valderrama, porque creo que la copla perdería mucho cantando que “aunque soy un migrante jamás en la vida podré olvidarte”. En fin, creo que esto me pasa por no saber liberarme de la negatividad a través de la respiración, como hace Richard.