La fascinación del periodismo actual por el alboroto hace que en ocasiones seamos testigos de la fabricación de debates que, más que informar, lo que pretenden es generar controversia con la que retroalimentar posteriormente el relato de la actualidad. La polémica alentada recientemente en torno a la imagen de una mujer embutida en un burka y sosteniendo una camiseta de la UD Almería junto a un coche de lujo, ha sido uno de los más recientes ejemplos. Un burka y una camiseta: dos mundos paralelos. Una vez conocida la foto, la inmensa mayoría juzgó la estampa con la justicia sumaria de los lugares comunes: intolerable que el jeque manche a Almería ofreciendo esta imagen humillante de la mujer, etcétera. Excluyo de la furiosa reacción a quienes usan habitualmente el horrísono verbo “empoderar” en sus conversaciones, porque esas y esos deben estar todavía hiperventilando con el soponcio. No hablo, por tanto, de la brigada feminoide que reacciona o no según convenga cada momento, sino de la gente sensata y templada que también se ha indignado con lo que han considerado una falta de respeto del petrodolarismo falócrata saudí. Lo que vengo a decir es que una vez más se ha corrido rápidamente a juzgar las cosas sin cautelas, sin matices y, lo que es peor, sin información. Si todos esos agraviados -incluidos algunos periodistas- se hubieran preocupado por recabar información en el club antes de establecer juicios de valor, habrían podido saber que la foto no se había tomado en Almería, sino en Riad, donde el multimillonario propietario también sortea coches de lujo entre los seguidores locales. Y siendo verdad que el burka es una discriminación denigrante e infame, no podemos juzgar su uso allí del mismo modo que lo haríamos aquí. Por ejemplo, en España no se ahorca a los homosexuales y el otro día Pedro Sánchez posó sonriente con el presidente iraní, que sí los cuelga, y no por eso es cómplice del verdugo. No nos vengamos arriba tan fácilmente.
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