Como es probable que estemos unos cuantos días más con la monserga (aunque ahora lo pluscuamperfecto es hablar de “el relato”) del Pingurucho mancillado y otras fantasías animadas de ayer y de hoy, me tomo la libertad de repetir algo que quizás no sea muy periodístico, pero que sí tiene al menos el valor de lo estrictamente informativo. Insistamos: nadie quiere demoler el Pingurucho. Nadie va a fulminarlo. Nadie quiere borrarlo de la faz de la tierra por las mismas razones de odio e intolerancia que años atrás supusieron que el viejo Pingurucho (el de ahora es una reproducción incompleta y de matizable valor artístico) fuera desmontado por un alcalde medroso ante la inminencia de una visita oficial a Almería de Franco, el muerto más vivo de la historia después de Blanco Herrera, el amigo de Peret que estaba tomando cañas. O por los mismos motivos que llevaron unos años antes a unos cafres con carnet a dinamitar (tras varios intentos) el cercano monumento al Sagrado Corazón. Pero no nos perdamos en viejas historias y no pensemos (como dijo en el Pleno el otro día la portavoz socialista) que lo del Pingurucho en la Plaza Vieja es un debate ideológico. En modo alguno. Empeñarse en pelotear en el frontón rojos/azules, buenos/malos, nosotros/vosotros, es un lastre improductivo. Sería bueno, por tanto, abandonar la simplificación monolítica del pensamiento y elevarse un poco sobre el terreno para asumir que lo que se pretende en la Plaza Vieja no es otra cosa que llenarla de utilidad y darle un sentido urbano que permita integrarla en el tejido de la ciudad como foco dinamizador del Casco Antiguo. Y en ese escenario, la presencia del Pingurucho (secuestrado políticamente por el PSOE) se convierte en un obstáculo. Pero nadie quiere tirarlo. Trasladarlo al parque, junto al puerto, a un espacio céntrico, abierto y transitado, no sólo amplía su zona de influencia, sino que mejora el diálogo del monumento con la ciudad. Así que dejémonos ya de monsergas.
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