Honras y confusiones fonéticas

José Luis Masegosa
11:00 • 28 oct. 2019

En estos últimos días de octubre y comienzos de noviembre la vida y la muerte se dan cita en nuestros cementerios. Fieles a la tradición, numerosos ciudadanos acuden a la última morada de sus seres queridos ausentes, a panteones, nichos y columbarios. Es una costumbre históricamente arraigada que, al margen de la celebración religiosa del Día de todos los Santos y del Día de Difuntos, me  lleva a cuestionarme por qué la inmensa mayoría de los mortales   solo acude una vez al año a honrar, en la proximidad de la tumba, a sus familiares, amigos y allegados fallecidos. Parece como que sus restos estuvieran ausentes de su morada durante los 363 días restantes del año. También es cierto que cualquiera, en uso de su libertad, puede hacer cuanto le venga en gana con respecto a la memoria y honra de los demás. Precisamente en uso de esa libertad hay quienes se han dejado  llevar por sentimientos y hábitos singulares, pasados y presentes.


Semanas atrás, conocí a Miguel, un taxista jubilado que en modo alguno es participe de la extendida costumbre de acudir a los camposantos y recuerda a su padre de igual forma que él hizo con sus antepasados. Álvaro, el progenitor de Miguel, un almeriense de origen sevillano nacido en la calle Real, se hizo funcionario civil de la Administración del Estado y desarrolló su actividad profesional en Tánger durante el periodo del protectorado, donde entabló estrechas relaciones con  sus vecinos, casi familiares. Una vez jubilado, retornó a Almería, donde residió hasta que falleció. Durante su estancia almeriense, llegadas estas fechas, Álvaro solicitaba a su hijo que le llevara a Sevilla, ciudad en la que se había criado, y durante toda una jornada enseñaba a su vástago los rincones de su infancia y la casa de su niñez, en el barrio de Triana. Desayunaban en “la Campana”, tomaban el aperitivo y almorzaban en el mismo establecimiento, donde eran algo más que unos clientes cualesquiera, y tras adquirir unos décimos de lotería de Navidad en la administración de “El gato negro” regresaban a nuestra capital. Tras unos días de descanso, padre e hijo realizaban otro viaje a Tánger, donde repetían similar programa, si bien pernoctaban un par de noches.


Cinco años hace que, casi nonagenario, murió Álvaro en nuestra capital. Desde entonces, todos los finales de octubre y primeros de noviembre, su hijo Miguel emula los desplazamientos e itinerarios que hiciera con su progenitor. Precisamente, el taxista se encuentra esta semana en Tánger, donde se transforma, cubierto de chilaba,  en un tangerino más para andar los paseos que su padre recorriera y visitar el entorno familiar. Una vez regrese, Miguel viajará a Sevilla para vivir su particular jornada de honra y recuerdo de su extinto padre. No faltará un solo escenario ni un solo momento de los vividos por padre e hijo, porque según manifiesta , el modo más íntimo y más reconfortante de mostrar sus respetos y honrar la memoria de su progenitor es volver a vivir lo vivido con él. 



Es una de las muchas y curiosas costumbres que hay de celebrar la festividad de los Santos y el Día de Difuntos. Como insólita es la anécdota  acaecida días atrás en mi pueblo a raíz de la exhumación del dictador Franco de su sepultura en el Valle de los Caídos. Dada la prolijidad de informaciones al respecto, y tan familiar se ha hecho el nombre del madrileño núcleo poblacional de Mingorrubio, que un joven vecino, en el convencimiento de que tal alusión hacía referencia a “Domingorrubio” – sobrenombre abreviado del propietario de la funeraria local – no pudo resistir su extrema curiosidad y, tal vez llevado por cierto talante bromista y chistoso , preguntó, vía wasaptt, al hijo del regente funerario, sí es que era propiedad de su padre el lugar donde “había oído” que se iba a realiza la reinhumación de los restos de Franco. El destinatario del mensaje no dudó en responder con una ilustradora  viñeta del helicóptero de la flota funeraria y un supuesto féretro colgante. Satisfecha la indagación, el burlón “malentendido” quedó justificado por la similitud fonética entre Mingorrubio y Domingo el Rubio, cuya abreviatura popular es “Domingorrubio”. Son cosas de honras de difuntos y confusiones fonéticas.





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