Matemáticas

Adolfo Iglesias
11:00 • 09 nov. 2019

Las matemáticas las llevamos tan con nosotros desde la cuna que no nos damos cuenta de lo fascinantes que son. “Me da dos manzanas...bueno, ponga otras dos, cuatro en total” y el tendero nos da justo cuatro manzanas, que luego nos sirven para seguir la dieta. Las matemáticas son utilísimas, diría que imprescindibles, están tan pegadas a las cosas que tenemos que apartarlas de ellas para darnos cuenta de su misterio. Pero si quitamos todo lo material que hace de números, fórmulas, teoremas y principios algo mundano nos damos cuenta de que tenemos un gran problema teórico. ¿Cómo es posible que este mundo permanente de números y figuras que parece tan incorruptible y verdadero  se relacione con lo más cotidiano de nuestra vida mortal y corruptible?  Este misterio ha sido motivo de reflexión y análisis durante siglos a cargo de filósofos y matemáticos pensadores. 


La postura predominante que triunfó durante siglos se llama realismo y se debió a Platón. Situó a las matemáticas en un reino invisible de perfección real más allá del cambiante mundo sensible. Números y ecuaciones, geometría y aritmética compartírían este olimpo junto a los entes más sublimes como la Justicia, el Bien, la verdad y la belleza (y Raquel Welch, de ahí el término ‘amor platónico”). Platón usó la matemática como trampolín hacia ese olimpo eterno y para llegar a él creó su Akademia, a cuya entrada advertía sobre el dintel a sus alumnos: “Hay que saber matemáticas”. 


Pero la verdadera pasión del alumno de Sócrates era la política. Nacido en una familia aristocrática, Platón quiso ser político desde joven y para ello asesoró a varios amigos de su padre para que gobernaran sus ciudades. Influido por Pitágoras y Thales, Platón pensaba que el estudio de las matemáticas abría la puerta al ser humano a esa perfección trascendente que podría bajar a este mundo imperfecto. 



Platón creía que era posible conseguir la sociedad perfecta, la que fuera gobernada por esa Justicia. Esta sociedad ideal, llamada República, debería ser gobernada por aquellas personas que hayan pasado por un aprendizaje intensivo de años, entre otras cosas, de matemáticas. 


Pasaron los siglos, llegó la Edad Media y el mundo de entes reales de la matemática fue relegado por el de los ángeles y serafines.  Con la primera Modernidad, con Raimundo Lulio y Descartes, la matemática volvió a cobrar el halo divino que tuvo en la Antigüedad. El genial filósofo alemán Gottfried Leibniz descubrió que el lenguaje y la matemática son hijos del mismo padre; Dios es el verbo y al mismo tiempo el gran matemático. Dios pensaba, calculaba, hablaba y creaba el mejor de los mundos posibles al mismo tiempo. Leibiniz puso la base del mundo digital de hoy al pensar que hay un lenguaje común subyacente a los idiomas de Babel. Y como Platón, era muy optimista al creer que podríamos descubrirlo para aplicarlo a la política, en plena era de guerras y cismas europeos.



De Leibniz salió ya entrando en el siglo XX el programa logicista de Frege, Russell y otros, al que respondió el formalista de Hilbert, que optaba por romper con el platonismo y dejar a la matemática encerrada en su propio mundo de artificio onanista. Hasta que llegó Gödell y como el crash del 29  arruinó la ilusión de perfección, pueden ser bellas pero no perfectas. 


Ya hoy, en el siglo XXI en Cataluña, España, uno de estos matemáticos como Platón o Leibniz es Xavier Ros-Oton. El pasado lunes este joven de 31 años recibió de manos del Rey Felipe VI el premio Princesa de Girona que le reconocía como uno de los mejores matemáticos del mundo. 



El matemático catalán recibió el galardón educado, serio y con un lazo amarillo en la solapa de su chaqueta.  Los periodistas le preguntaron y éste contestó sobre su símbolo: "Es algo que debería ser normal. No va en contra de nadie, me lo hubiese puesto igual si no hubiese estado allí la familia real, no quiero que se entienda como un ataque personal a nadie, simplemente representa una opinión mayoritaria en Catalunya". 


Mientras él recogía su premio con lazo amarillo, en las calles el odio era escupido por ojos ardiendo y bocas venenosas de las masas  cegadas por demagogos, muy parecidos a los que condenaron a muerte al maestro de Platón, antes de que éste pusiera toda su fe en las matemáticas. Platón y Leibniz fracasaron como políticos, fracasaron al creer que las matemáticas les ayudarían a crear una sociedad mejor, incluso perfecta en este mundo. 


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