En junio de 1936, Adolf Hitler viajó a los astilleros de Hamburgo para la botadura de un nuevo buque de guerra. Toda la plantilla de trabajadores fue obligada a salir a vitorear al jerarca nazi, mientras los servicios de propaganda filmaban el acto. Sin embargo, el material grabado ese día, previsto como otra glorificación del dictador, iba a dejar una de las imágenes más poderosas del pasado siglo: en mitad de una concentración de trabajadores que saludan con el brazo en alto, un hombre permanece visiblemente molesto y de brazos cruzados. Su nombre era August Landmesser y, sin pretenderlo, se convirtió ese día en el protagonista de la icónica fotografía, que está expuesta en el centro de documentación “Topografía del Terror”, ubicado en el antiguo cuartel general de la Gestapo en Berlín. Landmesser acabó en un campo de concentración y fue enviado al frente, donde murió. Y si hoy les cuento esta historia es porque no he podido dejar de establecer un cierto paralelismo entre esa imagen y el escuálido porcentaje de militantes socialistas que se ha negado a refrendar el Pacto del Abrazo entre Sánchez e Iglesias.
Aunque las dinámicas internas de los partidos tienen de democracia lo que la fabricación de salchichas a la gastronomía, creo que es justo poner de relieve la coherencia intelectual de los militantes que no han abrevado pecuariamente en la desvergonzada idea de hacer pasar por bueno lo que antes les fue presentado como peligroso e inquietante. Es una buena noticia que dentro del PSOE (esa E es de “español”, por si no se acuerdan) haya quien piense que formar gobierno con quienes aspiran a acabar con España no puede traer nada bueno, como admitían en público y en privado los mismos que ahora les quieren hacer comulgar con esa enorme rueda de molino. Aunque sea bajo el difuso concepto de “complicidad ambiental”, los que no se atreven a protestar contra lo indeseable no sólo son cobardes: son además colaboradores necesarios.
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