Hablaba hace unos días con un paciente sobre la incomprensión que sentía por parte de su entorno en relación a su problema de ansiedad. Especialmente cómo ésta estaba limitando su vida diaria.
Es curioso que todavía en algunos ámbitos se le reste importancia a estos trastornos, máxime cuando según la Organización Mundial de la Salud, más de 260 millones de personas en el planeta tienen trastornos de ansiedad. ¿Dónde está el quid de la cuestión? En lo visual, lo tangible. No se nos ocurriría decir a una persona con un esguince de tobillo que se pusiera a dar saltos, ni tampoco a una persona con un brazo escayolado que tocara el piano. Sin embargo, todo lo que sucede en nuestro mundo interior está sujeto a interpretación por parte de los demás. Como si todo estuviera en nuestra mano, como si cada uno eligiéramos tener ansiedad o no.
Lo cierto es que la ansiedad en sí no es mala. Podríamos definirla como una serie de mecanismos psicológicos y fisiológicos que se activan y nos permiten estar alerta ante algún peligro, físico o emocional. El problema radica cuando esa hipervigilancia se activa aun no teniendo motivos para ello.
El relato de a continuación es un extracto de una entrevista clínica real, que deja ver el sufrimiento que puede sentir una persona que padece un trastorno de ansiedad.
«No puedo entrar en una habitación donde hay personas, me resulta difícil mantener la mirada cuando hablo con alguien, no puedo concentrarme en lo que digo y me dicen, sólo pienso que lo estoy haciendo mal, que se me nota en la cara. Me aterra encontrarme con alguien, me tiembla la voz, sudo, no soy espontaneo, prefiero no salir de mi casa, he dejado prácticamente toda mi vida exterior…»
Particularmente esta persona sufre ansiedad o fobia social, según el DSM-IV (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría).
Dejando a un lado las etiquetas, que no me gustan, nos encontramos con una persona que siente un malestar enorme y una limitación en lo más básico como salir de casa y hablar con gente. Por cierto, no es timidez.
¿Qué está pasando aquí? Todos tenemos una serie de pensamientos intrusivos irracionales que distorsionan nuestra manera de interpretar la realidad. Es común que estas interpretaciones erróneas se hagan de forma automática y no se tenga conciencia de ellas, es por ello que son más dañinas si cabe. Este tipo de pensamiento, al ser muy rígido y poco realista, dispara nuestras emociones negativas suponiendo una gran carga emocional que, en algunos casos, implican comportamientos de inhibición y evitación social. A la vez, estos comportamientos conllevan una pérdida de los reforzadores sociales que todas las personas necesitamos por lo que se entra en una espiral de la que resulta difícil salir sin ayuda de un psicólogo profesional.
Debemos cuidar de nuestra salud mental tanto como la física, poniéndonos en manos de profesionales. La psicoeducación al paciente y su entorno permite la conciencia de la situación y no encontrarse solo, aun estando físicamente acompañado.
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