La Navidad es agridulce, porque la vida es agridulce, y la navidad se parece bastante a la vida, la nueva, la que nace, y, también, la marchita, la que se va para siempre. Por eso, en la cena de navidad hay siempre unos convidados -que no son de piedra, sino de humo- que llegan asociados a una a frase, a un sabor, y se sientan durante un rato con alguno de nosotros, aunque los demás no los vean, pese a ser carne de nuestra carne.
Es dulce la presencia y puede ser amarga la melancolía hasta que, pasado el tiempo, llegamos al punto en que podemos recordar en paz a aquellos que en la paz descansan. Y es ese sosiego, ese equilibrio, el que permite pasar de la nostalgia de un segundo al minuto de la alegría que trae una risa infantil, que no sabe que hay fantasmas de humo alrededor de la mesa, que no necesita saberlo, y que tendrá tiempo para recorrer ese camino que conduce a la misma conclusión.
Durante un tiempo milité en la cofradía de los que casi se enfurecían por celebrar el nacimiento de un niño en la pobreza, con el intento de que todos pareciéramos ricos por una noche, pero las contradicciones humanas no respetan nada, ni siquiera la Navidad, y por eso todo es agridulce: el amor, el trabajo, las vacaciones, la familia, e incluso los vecinos.
Estoy convencido de que el número de personas de buena voluntad supera a la de los malvados, egoístas, soberbios y demás pandilla, porque, de lo contrario, nada se sostendría. Y preguntarse porqué sabemos más de los vanidosos que de los humildes, de los bandidos que de los honestos, tiene una fácil respuesta, y es que la bondad no se considera que sea noticia. Por eso no sabemos los nombres de esos policías que se lanzaron a un mar embravecido para salvar la vida de un pescador y, en cambio, conocemos las caras y los nombres de los mercachifles de la ambición.
Y eso también es agridulce.
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