Aunque la información nos llegue con cuentagotas, Chile está ardiendo. Se queman sus bosques, y sobre todo el fuego está en las calles.
Todo empezó arder aquel 11 de septiembre de 1970 cuando el General Pinochet atacó edificio de La Moneda el 11 de septiembre para acabar con el gobierno socialista de Salvador Allende, elegido por el pueblo democráticamente y donde solo había un 3% de desempleo. Desde aquel día, aunque las llamas no llegaron a prenderlo todo, las ascuas quedaron prendidas por el terror y el miedo que las muertes y desapariciones causaron en la población, y sobre todo por la aparición de los Chicago Boys, los pupilos, adoctrinados en la Universidad de Chicago por Friedman, que convencieron a Pinochet para instaurar sus teorías económicas que le dieron a Chile el sucio honor de ser el primer país que instauraba el neoliberalismo.
Aquellos días el mundo cambio y el libre mercado, las desregularizaciones, las privatizaciones de servicios básicos empezaron a extenderse por el mundo, infectando Latinoamérica a golpe de dictadura dirigidas por los EE.UU y financiadas por las grandes corporaciones, y encumbrándose a través de Margaret Teacher y Richard Nixon. Un modelo que hace perder todo poder al Estado para dejarlo en manos del mercado, un modelo rechazado una y mil veces, pero que a través de la fuerza, la sangre y la tortura, fue implantándose poco a poco, para destruir al individuo, para esclavizarlo, para crear pobres de clase media, amedrentados para no protestar, para no rechistar, para mantener un sistema que solo beneficia a los dirigentes corruptos y a las multinacionales que compran, dirigen y cambian gobiernos.
Sus dirigentes han aceptado modificar su Constitución, pero el pueblo no cree en ellos. Su presidente, Sebastián Piñera, hijo de las elites, fue uno de esos estudiantes de la Universidad Católica de Chile, becado por los EE.UU para expandir sus teorías económicas. Él lo hizo en Harvard, pero su hermano es uno de esos Chicago Boys que pusieron el primer Ladrillo al servicio de un dictador, del capital.
Los chilenos se han levantado por estos cincuenta años obligados a estar de rodillas. Están cansados porque son el ejemplo de las grandes desigualdades que ha creado este sistema económico, porque han sufrido el desempleo, la inflación, la pobreza en sus propias carnes. Chile es el único país del mundo que tiene su agua privatizada. El agua necesaria para la vida, la que cae del cielo, la que cubre las altas cumbres de blanco, la que baja por los ríos, y es un bien básico, está privatizada.
Las protestas sociales de Chile, se están repitiendo por toda Latinoamérica, por todo el mundo, pero se minimizan, se silencian, se les quita importancia. Con su sesgada información han modelado una sociedad de temerosos ciudadanos a los que robaron el estado de bienestar y que se han adaptado a levantarse cada mañana a trabajar por míseros sueldos, a pagar los servicios básicos a precio de oro, a claudicar ante el poder invisible de las multinacionales. Sus gritos son silenciados, o ninguneados, en los medios de comunicación para que no se extiendan por el mundo, para que no se contagie la dignidad, el honor, la necesidad de luchar unidos por la libertad, por la justicia social, por los derechos humanos. Consiguieron dividirnos, que no tengamos las agallas, el valor, la fuerza para unirnos, para morir en el intento.
Somos marionetas, esclavos, del mismo sistema que los tiraniza a ellos. Somos los pobres, los débiles, los marginados, los números con los que juegan para cuadrar sus cajas, para llenar las bolsas que reparten en sus despachos.
En las calles de Chile están los campesinos a los que le venden semillas cada año y a los que le compran los productos a precios irrisorios, los maestros que defienden la educación pública, las mujeres que gritan por las desigualdades de género, los pueblos indígenas, los taxistas, los jubilados que pelean por las pensiones, los jóvenes a los que le niegan el futuro, los que exigen justicia climática, los que siempre se callaron pero que ya están cansados de hacerlo, los médicos que suplican una sanidad para todos, los que claman por el robo sistemático de los recursos naturales… Todos en el mundo tenemos el mismo problema, un sistema violento que nos enfrenta a los más débiles para que no se nos pase por la cabeza enfrentarnos a ellos.
Ojalá el fuego que arrasa sus bosque se apague, pero el de sus calles no deberíamos permitir que se extinga o el frio nos matará a todos.
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