Uno de los poderes de la nueva retórica política consiste en otorgar nuevas dimensiones a significados ya conocidos. Así, la ampliación de ese horizonte de conceptos permite al acuñador de mensajes encontrar siempre una salida airosa, por fea e indecorosa que sea la realidad sobre la que tiene que hablar. Decía hace unos años el joven Pablo Iglesias que hacer política era “cabalgar contradicciones”, como vistosa metáfora de la pestilente explicación de que su partido, Podemos, cobrase de un régimen infame como el Iraní para difundir un mensaje desestabilizador de la democracia española. Antes, cuando sucedía algo así se hablaba con normalidad de “sinvergüenzas”, pero ahora somos jinetes de los nuevos tiempos. Y ese tiempo no sólo ha demostrado que el dinero de los ayatolás ha tenido un excelente rendimiento, sino que Iglesias ha pasado a rejonear la política española con el donaire de una Real Maestranza de Caballería. En su primera entrevista televisiva como vicepresidente del Gobierno, al ser preguntado por sus declaraciones invitando a la futura Fiscal General, Lola Delgado, a abandonar la política tras conocerse unas grabaciones suyas con un policía infame en las que reconocía no denunciar (ella, la del “alma de fiscal” que ponía en su tuiter borrado) casos de jueces que cometían habitualmente el delito de estupro, al tiempo que animaba al policía corrupto a montar un prostíbulo para chantajear a banqueros y empresarios, Iglesias se limitó a engolar la voz, poner cara de anuncio de fragancia navideña y decir muy serio que esa decisión le parecía muy bien y que la antes repudiada merecía ahora una oportunidad. ¡Ole! Así montaba don Alvaro Domeq. En fin, desde aquí mi afecto y solidaridad para todos esos votantes de Podemos que no hayan podido desarrollar aún una capacidad de dilatación ética suficiente como para convertir las puertas giratorias en alfombras rojas y aguantar que semejante cínico les cubra.
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