El Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge realiza desde 1973 un estudio sobre la democracia en el mundo. El último ofrece un dato demoledor y preocupante: un 57% de los ciudadanos está insatisfecho con el sistema democrático que los gobierna. Es la tasa más alta del registro histórico: hace cuatro décadas "solo" uno de cada tres ciudadanos expresaba este nivel de insatisfacción. El estudio nos habla de una percepción global, porque se basa en una macroencuesta realizada a más de cuatro millones de personas en 154 países. La corrupción política y la incapacidad de los gobiernos democráticos para evitar las crisis económicas y para combatir sus efectos más sangrantes para la ciudadanía, están en la raíz del creciente descontento.
Ciertamente, no necesitábamos este solvente estudio académico para certificar el descontento democrático. La irrupción de líderes mundiales como Donald Trump o Jair Bolsonaro, el crecimiento de partidos de extrema derecha en Europa y regímenes populistas en América y la perpetuación de dictaduras o estados teocráticos en África y Asia, ya ofrecían claras señales de alarma, expresadas incluso en las urnas de países con gran pedigrí democrático.
Aquí en España, los periódicos estudios del CIS también reflejan cómo la percepción de que los políticos, los partidos políticos y la política en general son un problema para los ciudadanos ha escalado posiciones hasta alcanzar la segunda entre las preocupaciones ciudadanas, solo superada por el paro. Es el peor registro desde la Transición. Y la persistencia de formas de ejercer la política al margen de la ley o negando la legitimidad democrática a quien ha conquistado el poder en las urnas no animan, precisamente, a que la percepción mejore.
Podemos observar estos datos como quien contempla una gota fría tras la que, por devastadores que sean sus efectos, siempre acaba luciendo el sol. O podemos interpretarlos como un cambio de clima político que, de no tomar las medidas oportunas, puede resultar crítico e irreversible para las democracias. En todo caso, entre el apocalipsis y el negacionismo existe un amplio camino por el que convendría transitar sin despistarse. Por si acaso.
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