La psicología de la vergüenza opera entre los políticos de modo diferente al del resto de la sociedad de la que salen y a la que en teoría sirven. Y esa impermeabilidad al bochorno contribuye a generar una creciente sensación de rechazo que enrarece el ambiente y siembra dudas sobre las democracias modernas. Y eso es algo francamente inconveniente. Pero a ver de qué otro modo diferente a la vergüenza ajena (hay una hermosa palabra en desuso, “alipori”, que explica muy bien la sensación) puede reaccionar la gente al ver a los políticos arrastrándose por el fango con tal de seguir contando con el respaldo del Gran Timonel de turno o, simplemente, para poder seguir pagando las facturas a fin de mes. Esto no pasaría si el desempeño político fuera un paréntesis en una trayectoria profesional en lugar de una trayectoria en sí misma.
Y como la mecánica celeste de la política es pura turbulencia, a veces estás arriba y cuando te vienes a dar cuenta estás abajo, tomando tierra hasta hincharte. Por ejemplo, Susana Díaz, la que fue durante años sultana aclamada de la taifa socialista andaluza, ha empezado a acusar los efectos de la dieta de puñados de polvo que viene tragando desde la ascensión del Dr. Falcon a los cielos del progresismo y, relegada ahora a hurí del harén rojo, ha decidido vestirse de saco y cubrirse de ceniza para situarse a las puertas de Moncloa a suplicar el perdón del Supremo Inquilino. “Era yo la que estaba equivocada”, declara pesarosa.
Algo parecido a lo que cantaba en “El trece de mayo” Marifé de Triana -de algo valdrá haber compartido barrio- “Haré lo que se te antoje; lo que mande tu capricho”. Y así está ahora Susana, pidiéndole candela a Pedro, que como en esa misma copla, también tiene ojos de manzana y labios de cuchillo. ¿Cómo terminará la historia? Pues como si el que estuviera suplicando perdones a Susana fuera Pedro: todas las letras de su nombre sobre el del otro. Como mucho, harán que parezca un accidente.
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