Hasta donde sé, la guerra es siempre la más alta manifestación de la injusticia. Incluso las que se declaran o emprenden con un altísimo fin conllevan una carga inevitable de daños y vilezas extremas que salpican siempre a los bandos enfrentados. Pretender, por tanto, una reparación simétrica y “justa” de una guerra no solo resulta improbable, sino que además puede tener el efecto contrario al pretendido, removiendo agravios superados y reforzando las diferencias entre enfrentados. En Europa, que ha sido durante siglos permanente campo de batalla, hemos visto a viejos enemigos enterrar odios y unirse en proyectos ilusionantes y positivos. Y así se han pasado las páginas escritas a sangre y fuego en los campos de Waterloo, sobre el barro de Verdún o en las calles incendiadas de Dresde. Pero en España seguimos empeñados en no olvidar una guerra civil de hace casi noventa años, despreciando el encargo de reconciliación que nos dejaron sus supervivientes y volviendo a la memoria innecesaria de todo tiempo nefasto. Y la energía que destinamos a esa arqueología emocional del pasado nos distrae de cuestiones que requieren la plena atención de los que ahora vivimos. Un buen ejemplo lo acabamos de tener en Almería, en donde se presta más atención y cobertura a una comitiva de enojados retrospectivos por el terrible éxodo costero de Málaga a nuestra ciudad en 1937, que al malestar cotidiano de miles de almerienses que, en 2020, reclaman en esa misma carretera el necesario restablecimiento del tráfico cortado por unos derrumbes. Y llámenme loco o apologeta, pero uno está por pensar que exigir medidas compensatorias a los herederos de Franco, a la Alemania nazi o a la Italia fascista no va a ayudar a llegar puntualmente al trabajo, a que las mercancías se transporten o a que entren clientes a las tiendas, mientras que desbloquear el Cañarete sí. Y es que a veces parece que lo que está en desbandá es el sentido común.
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