Donde se concluye el diálogo con los académicos de Valladolid

Luis Cortés Rodríguez
11:00 • 29 feb. 2020

Hasta que quedó la última migaja sobre la mesa, Sancho no dejó de comer. Todos disfrutaron de tan exquisitas viandas. Lo apacible del lugar y la comida, más abundante que en otras ocasiones, invitaban a hacer allí la siesta. Y así lo hicieron durante poco más de una hora. Sancho, que solía decir que sus siestas en verano duraban dos o tres horas, se levantó algo mohíno, aunque no así los dos académicos y don Quijote. Fue este quien tomó la palabra y dijo así: 


—Muchas gracias he de dar a vuestras mercedes, pues ha tiempo que no comía un queso como el de hoy. La siesta debajo de tan frondoso algarrobo no fuele a la zaga. Por cierto, ¿me podría explicar alguna de sus eminencias de dónde viene la palabra siesta? 

Tomó la palabra de nuevo el académico de lenguas clásicas, el doctor López de las Cruces: 



—Señor caballero andante, por mi condición de latinista puedo decirle que la palabra siesta viene de la hora sexta, el espacio de tiempo que iba desde las doce del mediodía, hora solar, hasta un límite comprendido entre poco más de las dos de la tarde y algo menos de las cinco, según los días del año. Y esto era así porque las horas romanas eran fracciones del tiempo de luz y no períodos de duración fija. Durante este espacio de tiempo de la hora sexta, los romanos hacían un descanso después del refrigerio del mediodía y de ahí ‘hacer la siesta’.


—No entiendo  –replícó don Quijote– eso que dice de las horas y el tiempo.



—Vuestra merced ha de saber –contestó el académico– que los romanos no medían el tiempo hora por hora, sino que agrupaban estas en periodos de tres y lo llamaban hora si era el tiempo de luz, y vigilia si era de oscuridad. Por tradición dividían la fase luminosa del día en cuatro horas: prima, tertia, sexta y nona. Estas dos últimas, sexta y nona, se repartían el tiempo que iba desde el mediodía hasta la puesta del sol. 


—Ansí debe ser, pues así lo ha dicho quien bien lo sabe –respondió don Quijote–. Pero suplico a vuestra merced que me conceda su respuesta a la pregunta que le hice esta mañana acerca de la retórica. Sabida su sapiencia de lo grecolatino, tal cuestión de seguro la conocerá. Ya advertí a vuestras mercedes de que Sancho, que será gobernador más presto que tarde de una ínsula, no alcanza a discernir el interés que tales hábitos tendrían para la mejora de sus desmedrados usos lingüísticos. 



—Mi dueño, mi padre, por el amor de Dios, no vuelva otra vez al tema mismo que ya hemos visto en otros días –interrumpió, algo molesto, Sancho–. Que ni lo sé ni nada me interesa, como ya le he dicho tan pronto me pone la ocasión delante. 


—¡Sancho, ¿cómo puedes tener tan vacíos los aposentos de tu cabeza? –dijo don Quijote–. Ya empiezo a cansarme y has de saber ese dicho de «A pecado nuevo, penitencia nueva». ¿Podrían vuestras mercedes hacer oídos sordos de lo hablado por este badulaque y revelarme algo de cuanto les pregunto?


—He de decirle que, desgraciadamente, desde Platón hasta nuestros días la retórica está sufriendo una tremenda hostilidad –respondió el latinista–. Es considerada, despectivamente, una herramienta de políticos que emplean dichos vacuos, superficiales, que contienen hechos que no van a cumplir. Tal desprestigio lleva a que su nombre sea empleado para mencionar lo que hacen los otros, mientras que nosotros, por el contrario, huimos de ella y decimos la ‘verdad’. Enorme prejuicio e injusta obcecación supone tal creencia. Sancho, si un escultor se vale del buril, el zapatero de la lezna o el carpintero del escoplo, el político lo ha de hacer de la retórica: la oportuna repetición de un vocablo, la adecuada pregunta retórica, la ironía en su justa medida, el argumento inteligente, la pausa acertada, la metáfora agraciada, el silencio en su preciso punto, etcétera.


Si consigues dominar estas herramientas y luego las aplicas sabiendo lo que estás aplicando y por qué, tendrás más armas para desenmascarar a tu adversario, vencerlo y convencerlo. Se ha dicho que el conocimiento es poder. Y la retórica es lo que da poder a tus palabras. Así que si la conoces, tendrás como ciudadano y, máxime, como gobernador, el bagaje tanto para ejercer el poder como para, cuando hayas de hacerlo, oponerte a él. 


Tras la larga intervención del doctor López de las Cruces, su compañero, el doctor Trinidad Gómez de Purchena, don Quijote y Sancho quedaron en silencio intentando asimilar lo escuchado, lo que no resultaba sencillo. Fue don Trinidad quien añadió esto que sigue:  

—Por tanto, según lo apuntado por mi compañero, no hemos de dar crédito a frases como «eso es retórica», «no quiero oír semejantes retóricas», «no me interesan esas retóricas», «aquí termina la retórica y empieza la verdad», etcétera, todas ellas emitidas con una intención maldiciente para la esencia de la citada retórica y dichas desde el desconocimiento. Saber utilizar las armas aludidas por el doctor López de Cruces va a posibilitar que los escritos o discursos o pláticas consigan con mayor eficacia transmitir aquello que se quiere y deshacer las dobleces de la mentira de los adversarios.  Ahora, con nuestro pesar, vuestras mercedes han de perdonarnos, pues hemos de reanudar el viaje e ir a paso tirado para poder llegar al próximo pueblo antes de que anochezca.  



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