Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir. Desde que Jorge Manrique describiera así hace seiscientos años el curso vital que a todos nos iguala, podemos mirar a la muerte con mayor o menor inquina, pero con la plena seguridad de que algún día surcaremos ese último delta de nuestro tiempo. Sin embargo, hay que reconocer que desde que vivimos en una sociedad interconectada y global, no nos faltan oportunidades de pensar que estamos navegando cerca de la desembocadura final de nuestros días, pues asistimos a la propagación de letanías y presagios nefastos que confirman que, efectivamente, vamos a morir todos por alguna enfermedad malísima. Quizás ya lo hayan olvidado -“recuerde el alma dormida”, como escribió el poeta palentino- pero si lo piensan un poco, se acordarán de que hace unos años, y antes de que el coronavirus se instalara en la apertura de telediarios, nos sobresaltaron con la gripe aviar, con el virus del ébola o con la gripe A, y se activaron los protocolos sanitarios y las alarmas mundiales con una cifra de víctimas mortales muy reducida en comparación con la catástrofe apuntada. Y llama la atención que haya muchas más muertes por cáncer o por infartos o por accidentes de tráfico en todo el planeta y que esas cifras no se empleen a la hora de ofrecer a la gente un dato comparativo o una referencia que permita establecer fácilmente la dimensión y el alcance real de las crisis sanitarias. Y eso quiere decir que el verdadero virus es el miedo. La sensación de que algo incontrolable puede venir a alterar nuestra zona de confort produce un pánico que trasciende fronteras, economías y razas. Y creo que ese es el peligro real de esta cadena de alarmas sostenidas en el tiempo: la utilización del miedo como elemento balizador de la economía o de la política. Vayan a una farmacia almeriense e intenten comprar una caja de inútiles mascarillas. Y luego me dicen si la jindama debería cotizar en bolsa o no.
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