El invitado

El invitado

Juan Manuel Gil
01:00 • 09 nov. 2011
Cuando abro la puerta de mi casa, el hombre desconocido está esperándome en el sofá. La imagen no se olvida fácilmente. Yo, al menos, no sé cómo hacerlo. Entro, llego hasta el salón y el corazón me deja de latir para romper en estampida. Sé que el hombre intenta decirme con la mirada que todo tiene una explicación, pero yo, qué quieren que les diga, sólo alcanzo a preguntarme por qué cojones estas cosas siempre ocurren de noche. Doy un paso hacia atrás, dejo el portátil en el suelo y procuro encajar la mandíbula con fuerza. Deseo que sea él quien comience a hablar y, por suerte, así sucede. Me dice: No se ponga nervioso, ésta es mi casa, aquí tengo las llaves, puedo explicarle todo, no quiero tener problemas y parece usted un hombre bastante sensato. En ese momento, tengo el impulso de mirar a mi alrededor y comprobar que no me he equivocado de vivienda, pero, incluso en estado de shock, me resulta muy ridículo. Así que le pido que se marche de mi casa, si no quiere que llame a las autoridades. Extrañamente digo eso: las autoridades. Luego avanzo algunos pasos hacia él y percibo su nerviosismo. Le brilla el blanco de los ojos y sus labios se me antojan demasiado amarillos. Me dice: Están a punto de llegar mi mujer y mi hijo, tranquilícese, seguro que no es tan difícil entendernos, ¿quiere sentarse? Y yo le suelto que si busca hablar tiene que ser en la calle, bien lejos de allí, en otro lugar que no sea mi salón. Él, de un salto, se pone de pie y grita que la casa es suya y que tengo que dejar las llaves sobre la mesa. Seguidamente vuelve a sentarse y me pide disculpas por el tono de voz empleado. Lo cierto es que no es fácil decir algo en esta situación. Quizá es más sencillo dejar que el cuerpo cobre protagonismo: huir, golpear, gemir. Algo. Cualquier cosa antes que hacer palabra de aquello que no obedece las reglas más básicas y rutinarias de lo cotidiano. Mi cabeza va tan lenta como su brazo, que ahora se extiende para apartar el teléfono fijo y coger un portarretratos. Ésta es mi mujer. Pronuncia esas palabras señalando la foto de la persona con quien llevo casado siete años. Me ofrece el portarretratos. Lo tomo. Me quedo mirando fijamente la imagen de ella. Es verdad que me cuesta reconocerla. Levanto la mirada, la dirijo hacia él y es verdad que cada vez me cuesta más reconocerme a mí mismo.






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