El monótono tiempo de este tiempo monótono abrió un pequeño paréntesis, anteanoche, cuando mi entrañable amigo Carlos Fernández, inventor y titular de Bodegas Lauricius, -que vive su particular confinamiento almeriense- activó mi teléfono para comunicarme que Manuel, un niño de La Desbandá, ha fallecido en la residencia que le albergaba desde hace escasos meses por causa del invisible enemigo que ha cambiado nuestras vidas. Manuel –Mario Hernández en mi letra- protagonizó el relato “Miedos y fantasmas de la Desbandá” que habitó este mismo rincón a principios del mes de diciembre del pasado año. Sobre el papel recreaba la historia de este guarda fluvial que durante décadas militó en el desaparecido Partido de los Trabajadores de España hasta su adscripción en el Partido Socialista, siglas con las que obtuvo un acta de concejal durante varios mandatos en uno de esos núcleos del litoral, entre Málaga y Almería, en cuyo trayecto perecieron durante la Desbandá, en febrero de 1937, más de cinco mil seres humanos, víctimas del holocausto que a lo largo de unos doscientos kilómetros de la antigua carretera nacional 340 sembraron los cañones y ametralladoras de los barcos sublevados a la República y las bombas de los cazas itaianos.
Manuel vivió durante su infancia en aquella senda de dolor y muerte. Los relatos vecinales y los remotos recuerdos han acompañado su existencia, de tal suerte que durante su reciente periodo de hospitalización a causa de un accidente agrícola el trauma y los fantasmas del pasado no lo han abandonado, ochenta años después. Con toda ingenuidad creía y temía que, dada su trayectoria ideológica, en cualquier momento los sanitarios que le atendían, por inducción de la administración conservadora, podían suministrarle alguna “pastillita” que acabara con su vida. Sin embargo, sobrevivió a la Desbandá , a la dictadura y a su grave caída de una higuera, pero no ha podido vencer al dichoso enemigo invisible. Descanse en paz.
Por doquier se oye decir que esta situación ha hecho aflorar lo mejor y lo peor de todos nosotros. No tuve la menor duda la otra amanecida, cuando –ahora hay más presuntos músicos que nunca- un intrépido acordeonista del edificio de enfrente , estratégicamente apostado en su reducida terraza ante un ilustrado fondo de ristras de ajos y pimientos secos de su pueblo, decidió dar la bienvenida a la salida del sol con una retahíla de desafinados pasodobles; en lugar de avivar el ánimo matutino y arrancar alguna agradecida ovación del vecindario, el temerario intérprete recibió tal sarta de piropos e improperios en pijama que milagrosamente hicieron encoger el fuelle del instrumento. La vecina de la letra C de mi rellano llamó el sábado para decirme que también había podido constatar lo mejor de nosotros. Un divertido inquilino de algún piso superior jugaba a los dardos con colillas encendidas. Mi vecina, que ventila sus habitaciones todos los días, había encontrado las enagüillas de la mesita que tiene junto a la ventana convertidas en un colador. A pesar de lo que pudiera parecer, no son los únicos episodios que asisten mis días –y mis noches- de monólogos y acatamiento. En este sueño de sobrevivientes, un insomne aprendiz de filósofo -ocupa el cuarto piso contiguo a mi edificio- impartió anoche desde su ágora (terraza) una supuesta lección magistral acerca de cómo hay que vivir la vida, dirigida a cuatro jóvenes universitarias de la balconada de enfrente. Tras escasos diez minutos de vacua retórica con perversa intencionalidad, el auditorio abandonó su posición no sin antes enviar al filósofo a que un pez le hiciera el amor adonde más le placiera.
Me intereso por las golondrinas de mi pueblo, los drones de siempre que ya anidan en algunos aleros e interiores. Ayer deberían haber trisado sobre la procesión de la Borriquilla que, entre palmas y ramas de olivo, tendría que haber protagonizado, como en numerosos lugares, la mañana de nuestra tradicional expresión popular del Domingo de Ramos, cuya réplica de ediciones pasadas se evoca tecnológicamente. En nuestras personales reclusiones, ahora parece que todos vivimos un tiempo de observancia. Por cierto, la observancia durante estas jornadas de las reglas benedictinas –ora et labora, según el principal mandato- no es mala compañía para quienes desesperan de tanto aislamiento.
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