Bastaría una sola consideración para decretar el aprobado general para los alumnos de primaria, secundaria y bachillerato: lo merecen. Pero si alguna de esas comunidades autónomas que se aferran al absurdo imposible de una culminación "normal" del curso, necesita más consideraciones, ahí van un par de ellas: el curso ya está roto, y es inhumano añadir más angustia y zozobra a las que ya padecen los niños y adolescentes con su encierro.
En Italia ya se ha decidido el aprobado general, y se ha pasado a discurrir el modo de enjugar la pérdida con diversas fórmulas de recuperación en el próximo, pero aquí, donde al parecer no somos un país, sino diecisiete, se sigue deliberando. Por sencilla y obvia, la solución debe parecer complejísima, pero es diáfana: dar por concluido el curso con una nota modesta y general para todos, ese aprobado que incluso se queda corto en atención al mérito de esos chicos y chicas que asisten inermes al derrumbamiento del mundo que empezaban a conocer.
Pero no sólo es obvia la solución, también lo son el resto de las razones que justifican y requieren el aprobado general, además de las ya expresadas. Las clases on-line con que se han ido sustituyendo las de verdad, las presenciales, ni son clases ni son nada, y mucho menos para aquellos estudiantes que carecen de la herramienta digital o de la suficiente destreza en su uso. Tampoco es irrelevante el hecho de que la mitad de los hogares españoles carecen de espacio para estudiar en condiciones, y menos irrelevante aún es la atmósfera de tensión en muchas de ellas.
Diríase, a la vista de las resistencias, que los estudiantes son sospechosos de beneficiarse de la sopa boba de unas notas inmerecidas. Sin embargo, no se trata de pasar el curso por la patilla, sino de ser en alguna medida compensados por el inmenso perjuicio, para su educación y para su vida, de haberse quedado sin maestros, sin rutina, sin compañeros, sin su mundo y su presente.
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