Cómo serán nuestras vidas, solas y en común cuando podamos volver a la calle. El futuro no está escrito en el aire, decía Lawrence desde Almería.
Nadie conoce el futuro y menos aún el nuestro. El ser humano introduce un factor de caos e indeterminabilidad a la ya de por si sorpresiva realidad. Así nacen los inventos que ni los propios inventores buscaban. Así nacen amores y revoluciones.
Cuando tras la caída del Muro de Berlín comenzó a llenarse la plaza de Tiananmen con miles de jóvenes chinos pidiendo libertad, todos esperábamos que cayera el régimen comunista. No fue así. Lo que vino hasta hoy es la transformación del pais asiático en una imprevista voraz dictadura de capitalismo de Estado.
Mucha gente desea desde sus casas que tras el fin de esta pesadilla venga la Revolución. Muchos se la siguen imaginando al estilo decimonónico, como un viaje en barco a una isla de felicidad y perfección. O mejor aún, como la construcción solidaria y todos a una de un magnífico palacio de igualdad. Estos idealismos de la razón ya fueron ensayados hasta el fracaso en más de una ocasión durante el siglo XX. Se vuelve a hablar otra vez del final del capitalismo, como ya lo hicieran los profetas errados de la crisis del 2008. No es hora de visionarios. “¿Dices que quieres una revolución? Vale, todos queremos cambiar el mundo”, afirmaba John Lennon.
Las dos revoluciones recientes de más impacto han sido la globalización financiera y el mundo digital; y ambas se extendieron juntas de la mano como una auténtica pandemia, sin cánticos de fondo.
No hay ninguna revolución esperando tras la cuarentena, al menos ninguna de las que los humanos nos habíamos imaginado y buscado hasta hoy. Habrá cambios tras esta crisis, sin duda, pero cuesta anticipar los principales más allá de volver a lavarnos las manos y no hablarnos a un palmo de nuestras narices.
John Lennon, el artista icono popular del idealismo nos invitaba a imaginar un mundo sin fronteras y el coronavirus le ha hecho más caso que los propios humanos. Hay quien ignora que su canción ‘Revolution’ es en realidad una proclama antirrevolucionaria. “Todos deseamos cambiar el mundo. Pero cuando hablas de destrucción, sabes que no puedes contar conmigo”. Lennon rechazaba el odio revolucionario y apostaba por el amor, “humano, cósmico y universal”. No muy alejado, paradójicamente, del concepto de empatía social de Adam Smith, padre del capitalismo.
Tras una vida de éxito y muchos tumbos, John Lennon terminó sus últimos años encerrado en casa haciendo pan y cuidando de su segundo hijo. Como nosotros ahora, que hemos encontrado la Revolución entre el sofá y el horno, en el salón de estar y en los balcones. Cuando salgamos a la calle saquemos a pasear esta revolución en zapatillas, no la dejemos confinada. Sigamos pensando en el vecino, en los demás, poniéndonos en su lugar. Si no podremos tocarnos, abracémonos con la mirada y la sonrisa. Llenemos bares y teatros como el Cervantes y sigamos también disfrutando del aire libre de los balcones, del canto de los pájaros. Que nos tomemos ya en serio la naturaleza y abandonemos las redes sociales llenas de odio y enfrentamiento. Acabemos con la dictadura del móvil. Apartemos esas pistolas de nuestros hijos. Que los únicos ‘challenge’ sean los de erradicar el hambre, la pobreza y las guerras.
Y la estupidez. Demos la espalda a los falsos expertos que encorsetan falsamente la vida con sus falsos conceptos, a los tertulianos y a los políticos ninis que creen que la política es solo publicidad y poder. Que acabe la avaricia por el dinero y el poder.Que la investigación y la ciencia llenen los informativos. Echemos del escaparate a los CR7 y pongamos en su pódium moral a sanitarios, agentes del orden y profesores. Pidamos perdón a nuestros mayores por dejarlos así y olvidar su tiempo, que un día despreciamos y cambiamos por la artificiosa nostalgia y memoria de mitin.
Hacemos hoy pan en cuarentena, como Lennon. El pan hogareño de nuestros mayores. De niño comíamos pan duro del día anterior. Y cuando el mendrugo estaba como una piedra, mi abuela lo acumulaba en una bolsa para dársela a los conejos de su vecino. Mi abuela casi nunca tiraba pan a la basura. Y cuando no le quedaba otra cerraba los ojos y lo besaba antes de dejarlo en el cubo con remordimiento. Cada beso reverencia de mi abuela a esos mendrugos era un conjuro del tiempo. Sin yo haber vivido la Guerra Civil comprendía todo de golpe y vivía su tiempo en el que nuestros mayores aún soñaban con la Revolución.
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