José Luis Masegosa
23:38 • 13 nov. 2011
Aquella tarde de noviembre atizaba incansablemente las brasas de la lumbre que dejaban llevar sus ascuas en periódicos braseros hasta la mesa de camilla, donde el joven nieto atendía presto las historias de su abuelo preferido, ya que no conoció ningún otro antepasado. En aquellas sosegadas conversaciones vespertinas el joven licenciado aprendió mucho de las décadas silentes en su casa, de los años vacíos de acontecimientos en los que pareciera que nada hubiera ocurrido, sino que la vida hubiese sido un placentero paseo, a veces rutinario y otras algo extraordinario, pero nada más.
Este contexto de sosiego humano, de paz familiar, se veía alterado cuando la flamante pantalla digital lanzaba a la vieja hora del parte titulares como una casida de desaliento. El panorama sociolaboral no podía ser más aciago, las perspectivas profesionales se devenían entre proclamas contradictorias acerca de la valoración de los mercados, los señores del mundo, de las actuaciones in extremis de unos gobiernos y otros en su afán desesperado por salvar la compleja situación.
En este laberinto de actualidad sobresalía la longeva voz del abuelo que aseguraba haberse hecho vieja con el pesar ensangrentado de una única oportunidad, la del tren de la vida a cuyo vagón de cola no pudo subirse por un destino maléfico. No había sido un buen sueño de un mal día, ni tampoco una alucinación inducida por la ilusión de siempre de no haber tenido necesidad de trabajar para sobrevivir. No. Fue una vivencia real acaecida mediada la década de los cincuenta en el ámbito rural de Almería. El abuelo parlanchín lamentaba su infortunio material, que no espiritual. Reclamado por un propietario para realizar la labranza de unas hectáreas de terreno, quedose sorprendido cuando los primeros rayos solares de la mañana descubrieron a sus ojos un campo dorado colmado de incontables puntos relucientes. Removida la tierra, el labriego descubrió que se trataba de polvo de oro entremezclado con los componentes terráqueos. Requerido el propietario, éste contó a su empleado que en la anochecida anterior había salpicado su azadón con un recipiente de barro, que rompió intencionadamente y que dejó abandonado. Ambos intentaron cerner la tierra para extraer el noble metal, pero fue imposible. Conjuraron su secreto bajo varias pasadas de arado. El labriego abuelo asegura a su nieto que de haberle sonreído la suerte hoy no sería esclavo de los recortes económicos ni de los titulares de actualidad porque los sueños no siempre sueños son.
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