Poco trecho se habían alejado amo y criado del lugar en el que pernoctaron cuando Sancho divisó un carruaje y cerca de él unos ocho o diez clérigos sobre bestias asnales. Una vez llegados estos, aun atónitos por la apariencia de don Quijote, lo saludaron cortésmente. Y el señor de los demás, a la sazón obispo de Sigüenza, se dirigió a él y díjole así:
—Perdóneme vuestra merced, pero al verlo no he podido evitar una gran pesadumbre, un mal sueño, pues su aspecto me ha hecho recordar esos malditos libros de caballerías que tanto leí en mi juventud y de lo que tanto ahora me apeno y arrepiento.
— ¿Por dicha, obispo o canónigo o lo que quiera que sea, es versado y experto en esto de la caballería andante? Porque si lo fuere, no hablaría de este modo tan desafortunado, y si no lo fuere, que es lo que pienso, bien haría en callar y no disparatar de tal manera como lo hace.
A lo que replicó el obispo:
—Soy el excelentísimo y reverendísimo don José López de Ohanes, obispo de Sigüenza. Yerra doblemente quien quiera que sea vuestra merced, pues sé más de libros de caballerías que de cualquier otra razón de este mundo y, además, muchos argumentos tengo para mostrarle lo ajustado de mi juicio. Nada menos cuerdo existe en este mundo que esos caballeros andantes, que desparraman utopías, necedades y desatinos y cuyo menester es derribar y malherir al rival.
—Sus hábitos y su condición de excelentísimo y reverendísimo obispo de Sigüenza –dijo don Quijote, muy airado– denotan que nunca fue por la angosta senda de la caballería andante, en cuyo ejercicio se desprecia el dinero y el poder, pero no la honra. Su excelencia, que por mucho obispo que sea no ha visto más mundo que el que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, ¿satisfizo algún agravio o enderezó algún tuerto? Entonces… ¿cómo es capaz de juzgar a los caballeros andantes como seres disparatados?
—No hay que ir por esos campos dando mandobles como un poseso –respondió el obispo, también algo atribulado y ofendido–, para no pensar que solo un loco es capaz de entender que en el mundo tenga cabida tal cantidad de famosos caballeros, tanto emperador de Trapisonda, tantos monstruos imaginarios, tantas aventuras descomunales, tantos endriagos, tantas bellas damas, tantos disparatados personajes juntos para lectores de poca sal en la mollera.
A lo que don Quijote replicó:
—La libertad que me concede el ser caballero me obligaría a desafialle en razón de la sinrazón que decís, pero su condición de excelentísimo y reverendísimo obispo me impone el no considerar los agravios, cuya venganza dejaré al Cielo. Que entre caballeros andantes pueda haber en ocasiones disputas, afrentas, las cuales se dirimen y aplacan en el campo de batalla, se puede comprender, pero no que esos juicios, esas afrentas vengan de quien no pisó vez alguna la senda de la caballería. Y dejemos la disputa así. Y no pasemos más adelante.
Uno de los clérigos que acompañaba a su excelencia el obispo López de Ohanes osó entrar en conversación y, dirigiéndose a este, dijo así:
—Mi excelencia, suya es toda la razón, pues esos infames libros llamados de caballerías todos son una misma cosa y nada diferencia a este de aquel ni a aquel de este, que todos son iguales, con las mismas historias y, por mucho que lo intenté, y fueron cientos de veces, jamás me pude acomodar a leer ninguno del principio al cabo. Era un tormento.
La indignación de don Quijote ya no tenía límite. Airado contra lo que consideraba embustes propios de mentecatos, se dirigió con el rostro demudado al clérigo y díjole:
—Unos vamos por el ancho campo del sacrificio y de la verdadera religión y otros por el de la adulación servil y baja y la hipocresía más engañosa. Y a este cura, que no conozco pero que solo pretende halagar a su señor obispo con esas patochadas, bien debiera recordarle la necesidad de una reforma de nuestra Iglesia, sujeta a los abusos de obispos y otras jerarquías, que viven como señores feudales y se preocupan más por sus intereses terrenales, con sus duros diezmos, que por los espirituales.
—Solo la malicia ignorante de un loco puede decir tales cosas de nuestra Iglesia y de sus obispos –volvió a tomar la palabra don José López de Ohanes–. Nada más verlo con ese aspecto de espantapájaros, percibí, desde mi alma cristiana, que solo cabía procurar el alivio de su locura por parte de una alma caritativa que lo acogiera.
—Señor obispo, aunque no lo parezca por sus razonamientos –respondió harto y muy enfadado don Quijote–, estos libros a los que maltrata y degrada han sido durante siglos de gran provecho y de mucho gusto para el pueblo, que hacía de ellos su entretenimiento. Precisamente su carácter inverosímil hizo que fuera negocio importante en una época en la que la realidad no daba muchas ocasiones para mantener quimera alguna y creer en lo imaginario. El pueblo gustaba de sus héroes al verse en ellos reflejado. Y esta fue su bendita misión.
Nada de lo que dice entra en juicio –respondió el obispo– por lo que permítame dar por concluido este descompuesto diálogo.
Retirose el obispo de Sigüenza con todo su séquito y solos quedaron don Quijote y Sancho. Este había estado sin hablar palabra durante el brusco diálogo.
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