Confinacuento

Javier Adolfo Iglesias
23:40 • 29 abr. 2020 / actualizado a las 07:00 • 30 abr. 2020

Eusebio desayuna todos los días junto a la ventana de la cocina. Mientras toma una tostada y un café con leche abre una rendija y observa el parque frente a su casa. Oye indiferente a un pájaro o el barrido de una rama balancearse con el viento. No le da valor al único aire fresco que entra en su casa, porque Eusebio no tiene otra vida que la de su pensamiento en los miles de papeles y libros de su casa. Para él, todos los días son el mismo, no los cuenta, piensa que la vida le ha dado la razón al final y el confinamiento confirma que sobran muchas cosas en este mundo


Antes de la cuarentena, Eusebio salía a la calle una sola vez al día, a comprar y a pararse bajo un árbol en ese parque, el mismo que mira absorto desde su ventana. Esquivaba siempre a la gente y si alguien le interpela, contesta con monosílabos. 


Hoy es distinto. Eusebio frunce el ceño al ver a un solitario niño con mascarilla deslizarse sobre su patinete. Desde hacía seis semanas no había visto a ninguno y ahora musita para si algo hiriente, impronunciable. Su mente queda arrugada y sus ojos languidecen recostado en un cojín, en la butaca junto a la ventana. 



De pronto, Eusebio aparece como un niño, es él jugando al pie de un árbol. 


- “¡Vamos Sebi, vaaaaamos, un poco más y llegas!”, le anima Rodri, su hermano mayor, mientras le aúpa con sus brazos a la rama más grande de un árbol. 



- “Se está muy a gusto aquí, pero está muy alto”, contesta el menudo Sebi, ya sentado entre dos ramas. Su hermano le había convencido de que era muy divertido ir a coger hojas de las moreras y Sebi se siente halagado con esta invitación que le hacía sentirse mayor. Sebi se afana tanto en coger todas las hojas que podía de la enorme morera que no vio a su hermano y sus amigos retirarse del lugar. - “¿Dónde váis? ¡No me dejes aquí, que no se bajar! ¡Te vas a enterar, se lo diré a mamá!”, gritaba, sollozaba, maldecía.  


- “Nunca se lo perdonaste”, una voz femenina habla ahora en la mente de Eusebio, ya adulto. Sabe que está dormido, que está soñando, no se puede despertar pero todo es vívido y frío como una sala de espera. La extraña mujer inmaterial agarra con amor la mano de Eusebio y lo transporta como en el aire ante su dormitorio de niño. Es como echar el Cinexin de su vida hacia atrás. Paredes y muebles están bañados de luz roja. La lámpara está forrada de papel charol. Su hermano mayor y al fondo, el Sebi niño, en sus camas, enfermos. 



- “Me pegó el sarampión a caso hecho. No entiendo por qué yo lo tuve que pasar. No entiendo por qué no me llevó mi madre a otra habitación y tuve que pasar por eso”, se lamenta Eusebio a la misteriosa mujer.  


- ¿Y no te acuerdas de las charlas, de tus risas, de que te enseñó a jugar a las cartas, de las sombras chinas por la noche, de tantas risas y tanto como jugaste con tu hermano esos días?, le contesta ella con un reproche que es una caricia.  


Eusebio calla y abre los ojos al presente. Vuelve a ver el árbol del parque que se lo confirma. No es una morera pero ahora repara en que una de sus ramas se curva como la de aquel árbol trampa de su hermano. Se levanta, sacude las sábanas de su cama y acude a lo que más le apasiona, sus libros. Coge uno, se sienta en el sillón orejero y de repente, al leer la primera frase, cae en un sopor irresistible. 


- “Hola Eusebio, soy el fantasma de la enfermedad futura. Acompáñame”. 


Eusebio no se soprende de este nuevo sueño. Le suena la historia. Vuela junto a ese espectro, menos amable que el primero y observa una ciudad, sin niños ni pájaros, ni siquiera árboles. Las personas andan solas por la calle enfundadas en trajes herméticos, con capuchas. Ninguna se para ante otra. No hay bares llenos de gente, ni otros ruidos más que los avisos sonoros de máquinas dando instrucciones. Los drones llevando comida se cruzan con ellos en su fantasmagórico vuelo. El espíritu de la enfermedad futura se para ante un monolito   lleno de nombres y le hace leer. “Eusebio Ginés Carrillo”. 


- “Ya, no me asusta la muerte. Y me repatea el final de ‘Cuento de navidad’ con su moraleja simplona-contesta a su inmaterial acompañante- Si crees que me voy a conmover por lo irremediable. Llévame al presente por favor”. 


Y así es. Eusebio abre sus ojos y ve otros dos ojos, limpios y brillantes, sin cara sobre él, tumbado en una cama.   


- “¡Aire, aire, necesito aire!”, Eusebio grita y aunque no se oye, sabe que está gritando. Un tubo  a través de su garganta le impide emitir sonido alguno. 


- “Abuelito, pronto iré a verte”. le dice su nieto. El acompañante  es un enfermero y le sujeta el móvil. El no puede, lleva 30 días en la UCI. Le contesta en su pensamiento. “Si, nos veremos, jugaré contigo. Te lo prometo”. 


Eusebio jura no colocar más a los libros delante de la vida, de las personas. A las dos semanas, volvería al parque frente a su ventana, no dejaba de hablar con otros jubilados, jugaba con su nieto y algunos niños más. Y recordaba por fin aquella morera con gran amor, sin resentimiento. 


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