Puede que madurar no sea otra cosa que irte dando cuenta, a medida que pasan los años, de que en muy raras ocasiones eres dueño de tu propio destino. Y eso no quiere decir que las rodillas de los dioses se muevan siempre en contra, sino que tanto en lo bueno como en lo malo tu destino depende de factores que no dominas, ni estás en condiciones de cambiar.
Pero, incluso cuando ya eres una persona madura, y lo sabes, no te sirve de consuelo que una muerte, un accidente, una meteorología catastrófica, una guerra, una enfermedad o el resultado de unas votaciones, cambien tu existencia, y la trastoquen y la vuelvan de revés.
Con ese ánimo observé el pleno del Congreso, con ese derrotismo de saber, como saben los árabes, que por mucho que madrugues antes se habrá levantado su destino, y me puse engreído y petulante, porque consideré, con tanta soberbia como falta de humildad, que el espectáculo de tantos mortales prescindibles, discutiendo de sus intereses, no estaban a mi altura. Pero enseguida, en muy pocas horas, vino la realidad a apabullar mi pobre jactancia, porque el cielo se llenó de nubes, y no pude contemplar la última luna de las flores de este año de desgracia de 2020. La noche del miércoles al jueves me permitió ver una luna magnífica, a unos 50.000 kilómetros más cercana a la Tierra, en pleno perigeo, y por eso se ve más grande, más luminosa, como si fuera un decorado de película.
No, no la pude ver. E inmediatamente caí en la cuenta de que casi treinta o cuarenta mil de los nuestros no la han visto, ni podrán verla al año que viene, porque se los llevó la pandemia. Bueno, la pandemia, y la irreflexión, la ineficacia, el egoísmo, la frivolidad de los poderosos y la ambición de los que quieren serlo. Porque al azar le ayudan también esos hombres que jamás miran a la Luna.
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