Durante muchos años hemos dado por hecho, sin otra razón que nuestro deseo y nuestra breve experiencia, que las cosas funcionaban y que iban a seguir funcionando. Hemos dado por hecho que la estabilidad es consustancial a nuestra sociedad, incluso a nuestro sistema de valores, independientemente de las coyunturas políticas o económicas. El edificio podía tener grietas en algún momento, pero su estructura se percibía firme.
En tiempos de incertidumbre y de temor, una sensación de impotencia se suele apoderar de la sociedad. Una situación de crisis, como la actual, trastoca nuestro día a día, nuestros trabajos y nuestra vida familiar. Nuestro mundo, de pronto, se vuelve extraño e inhóspito y nos movemos en busca de certezas.
Resulta difícil asumir el argumento de que no se podía prever la crisis cuando ésta venía avisando en otras regiones y avanzaba ya incontrolada. La obligación de un gobierno no es solo gestionar las necesidades básicas de los ciudadanos, recaudar impuestos y crear expectativas de progreso más o menos realistas. A buena parte de la sociedad, la gestión política, cuando funciona con normalidad y eficacia, le resulta ajena, distante y tediosamente cotidiana, en el mejor de los casos.
La política debe aportar capacidad y, sobretodo, responsabilidad. En este sentido, también debería ser obligación de un gobierno prever escenarios de alto riesgo para la población y establecer mecanismos eficientes de respuesta ante esas situaciones. Máxime si esos mismos escenarios se han reproducido en entornos cercanos, si es una crisis anunciada. Difícilmente se podría haber evitado su llegada, pero sí, en parte al menos, una expansión tan vertiginosa. En otros países se ha hecho.
La incapacidad o falta de resolución para actuar a tiempo y con eficacia podrá ser analizada en un futuro. Ahora urge frenar la pandemia, honrar a las víctimas y a aquellos profesionales que lo están dando todo por revertir esta situación. También urge, cuanto antes, la reconstrucción de la economía y del tejido social, pues su deterioro incidirá de forma cruel en la calidad de vida de los ciudadanos. Esto ha de hacerse con determinación e imaginación, que son las características imprescindibles de los líderes. Los científicos deben aportar rigor y objetividad al análisis de la situación, orientar sobre riesgos y posibilidades y aportar ideas. Deben ser escuchados con mucha atención, pero la decisión última sobre la dirección a seguir y las medidas a tomar es de carácter político.
Cuando todo se vuelve inestable e imprevisible es cuando más se precisa un liderazgo político y un alto grado de responsabilidad en los gobernantes. La salida a este laberinto exige una respuesta de la sociedad civil, un impulso de innovación e imaginación. Para ello, no es necesario apelar a un escenario dramático para cohesionar a los ciudadanos. No es necesario recurrir a la épica. Lo adecuado es tratar a la sociedad con la madurez que se le supone, explicar a los ciudadanos la situación real y tomar las medidas adecuadas para recuperar nuestro bienestar. El líder -el que dirige, el que guía- es aquel que es capaz de señalar un camino adecuado, el que cuenta con la convicción y la credibilidad para devolver a los ciudadanos la confianza en el futuro.
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