De momento solo leo literatura escrita por mujeres. Empecé con los relatos de Lucia Berlin, después seguí con Rosa Montero, y recientemente con Alice Munro.
Me hallaba en la cola, dentro de la tienda de Comestibles Carmen, cuando de repente miro para el suelo y veo una caja abierta llena de libros. Me pongo a remover lo que hay y me encuentro con un título que ya conocía, y que había utilizado alguna vez en algún relato, sin acordarme exactamente en qué contexto: ‘La ridícula idea de no volver a verte’, de Rosa Montero.
Agarré el libro con inusitada alegría y lo tomé en préstamo a la hora de pasar por caja. Mi sorpresa fue aún mayor cuando descubro que está dedicado a la vida de Marie Curie, a través del extraordinario diario que dejó escrito en relación a la muerte accidentada de su esposo, Paul Curie. Completado, además, con las interesantes reflexiones de la propia autora, que abarcan los principales aspectos de la vida.
Lo he leído de un tirón. Y me he quedado anonadada con la figura de María Curie. Ya sabía que era una mujer fascinante. Ahora he constatado que también fue una persona sublime. Qué voluntad de hierro, qué integridad, qué ejemplo a seguir.
Sin saber por qué, inmediatamente después, busco para releer un cuento de Alice Munro dedicado a Sofía Kovalevski, una matemática rusa que realmente vivió a mediados del siglo XIX, y alucino intensamente con su ‘Demasiada felicidad’.
Sin embargo ayer me angustié demasiado mientras lo acababa. No podía remediarlo. Su idealismo y romanticismo caminaban abocados al abismo de la tragedia, y sufrí con ella esa decepción evidente de las circunstancias reales.
Creo que todavía estoy afectada. Esta noche he soñado que cogía unas tijeras y me cortaba el pelo libremente, esparciendo mi cabello en blanco y negro por los suelos. Después me iba a caminar por los montes. Pero en mitad del camino me tropiezo con una valla fortificada que me impide bajar a la Rambla para luego subir al Palomar, como yo hago habitualmente, y siguiendo por la vereda de las cabras llegar a un pequeño sillón real de piedras, desde donde se divisan charcas y eucaliptos, el Cabezo María, y todas las demás Sierras.
Pasados unos minutos me siento sobre un santuario, al lado de una era. Pero me doy cuenta de que ya no puedo entrar ni salir. Desesperada, cierro los ojos y lucho contra las vallas. Las rompo y llaman a la policía. Me detienen y me interrogan. Me juzgan y me condenan. Me veo barriendo las calles. Demasiada felicidad.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/193535/demasiada-felicidad