Estoy distanciado de mi ‘cuñao’ desde que un domingo en su jardín le reproché que se le había pasado el arroz y que a su paella no debería echarle cebolla.
Que desde el primer momento de esta pandemia políticos y periodistas hayan confundido ‘distancia’ con ‘distanciamiento’ ha tenido efectos taumatúrgicos. De tanto repetirlo, amigos y familiares se han distanciado tanto como yo con mi cuñado. El doctor Simón ha roto más familias que el Real Madrid-Barcelona, el prosés y el ‘no es no’ juntos. El director de las Alertas Sanitarias que no alertó ha causado más distanciamientos que el virus que no supo ver llegar sobre su nuca.
El intento del poder político de apaciguar la realidad con el lenguaje se usa desde antiguo. Recordamos a los civiles asesinados en bombardeos a los que llamaron “bajas colaterales”; al chantaje se le decía “apoyo parlamentario”; o cuando se cambió el término pobreza por el de “exclusión social”; cuando comenzó a hablarse no de convivencia vecinal sino de “interculturalidad” y nos referimos a los acosos personales como “escraches”. En momentos de cambios radicales los más interesados siempre buscan renovar el vocabulario. Zapatero fue prolijo, recordamos aquel lenguaje “inclusivo” y las aciagas metáforas “champion league”, “desaceleración” y “brotes verdes”.
Hoy en la era del coronavirus vuelve a ocurrir. Pero no siempre cuela. Desde el principio se nos intentó animar en la cuarentena llamando “héroes” a tipos ociosos que pasaban día tras día tumbados en el sofá mientras que los sanitarios se tragaban su sudor y arriesgaban sus vidas salvando otras en los hospitales. Llamar ‘nueva normalidad’ a la situación excepcional que vamos a sufrir a diario en nuestras vidas es como recibir en la cárcel al nuevo preso con un cartel que diga “bienvenido a la nueva libertad”.
Aún en marzo, pocos días tardó el vicepresidente en salir en la televisión para aportar sus neologismos de márketing político. No sabíamos aún los fallecidos que íbamos a llorar cuando Pablo Iglesias habló de “reconstrucción social” y de su mágico “escudo social”.
“Desescalada” y “confinamiento” son otros pulcros vocablos que nos hacen recordar el neolenguaje de ‘1984’, aquella profética distopía que acuñó George Orwell . Una ‘manOX’ anónima y astuta comenzó a difundir carteles en Madrid con la foto de Pedro Sánchez emulando al Gran Hermano orwelliano.
La imagen era tan inquietante que esos mismos anónimos autores se lo han creído y se han asustado. A las pocas semanas comenzó la revuelta de las cacerolas de Borjamari y Pocholo. La derecha ya tiene su batukada callejera, es un derecho pero no es serio ni responsable ahora. Como no lo era la primera cacerolada que se convocó contra el Rey los primeros días de la cuarentena y que tampoco tuvo autor intelectual. No lo llamemos distanciamiento llamémoslo intolerancia, ira, cainismo o fanatismo. Emociones que no podemos prohibir, pero al menos nos conviene dejarlas confinadas en casa, fuera del debate público. En nuestro ámbito privado, como el porche de mi cuñado y su asquerosa paella.
No seamos hipócritas ni ingénuos, ningún partido se ha librado del intento de sacar rédito político de esta tragedia. A los pocos días ya se estaba culpando de la avalancha de muertes a los recortes del PP. Y al poco se contraatacaba con la dura y cruda acusación al Gobierno de responsalidad penal, de eutanasia masiva y programada.
Ya vamos por los mal llamados escraches. Los inventó la izquierda antisistema contra Rajoy y ahora los hace suyos los supuestos amos del sistema. La democracia no trascurre en las calles sino en el Parlamento. El día de la última investidura de Rajoy, Pablo Iglesias apoyaba a miles de personas que rodeaban el Congreso hablando irrealmente de un ‘golpe de estado de la mafia’. “Hay más delincuentes potenciales en esta cámara, que ahí fuera”, decía el hoy vicepresidente desde la tribuna.
Eso fue hace apenas tres años. Faltaba Abascal. Nunca tanto como ahora puedo decir convencido de que Pablo Iglesias y Santiago Abascal son las dos caras de la misma moneda del frentismo, el yin-yang del fanatismo intolerante, ambos son el barón Ashler de la democracia española. Por eso se buscan, se encuentran, insultan y amenazan de continuo. La llegada de estos dos políticos, con sus estilos retóricos agresivos parecidos ha sido perniciosa para los españoles. Con ellos sí usaría el neolenguaje y a los dos les aplicaría el confinamiento en una isla desierta para que aprendan a distinguir distancia de distanciamiento.
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