Rafael Torres
01:00 • 19 nov. 2011
Diríase que lo del domingo es un puro trámite. El Verbo, hecho carne en los sondeos y en las demoscopias, designó ya al vencedor de los comicios, y lo designó, además, a lo grande: mayoría absoluta. La campaña electoral, pues, no ha servido para cambiar el sentido de un solo voto, ni siquiera para dotar de algún sentido positivo, por lo que se ve, a la mayoría de ellos.
Todo el pescado estaría ya vendido, el partido de Fabra, de Mayor Oreja o del alcalde de Valladolid habría puesto el cava, bueno, no, el champán, a enfriar, y solo quedaría esperar la luz que descienda sobre España, disolviendo las sombras con las que la entenebreció, durante siete años y pico, el Maligno. De aquí a que esa luz descienda, apenas quedaría una irrelevante formalidad. Un trámite.
Pero no es un trámite: mayorías absolutas, poder territorial absoluto, partido único, son cosas que nunca sentaron bien ni a esta ni a ninguna otra nación. A esta, menos. La última vez que se le dio la mayoría absoluta a alguien, nos metió en una guerra infame de consecuencias desastrosas. La última vez que alguien amasó todo el poder, mejor no recordarlo, aunque también podría aprovecharse la jornada de reflexión para hacerlo.
Eso que se presenta como un trámite, pues ya está dictado que el íncubo Zapatero tiene que pagar todos juntos sus errores, y su partido y la izquierda en general apurar el cáliz de su derrota hasta las heces, no es un trámite, sino un salto al pasado, por mucho que el futuro que se nos pinta se le parezca tanto.
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