Terminada la comida, los dos bachilleres desecharon continuar la marcha y quedaron con Sancho y don Quijote en pasar la noche en aquel lugar. Fue el caballero quien, tras hacer la siesta, tomó la palabra:
—Vuestras mercedes me permitieron en el día de ayer disfrutar de una plática en buena paz y compaña y no hay motivo para que no sigamos con ella. ¿Sabrían decirme si, en los últimos tiempos, han proliferado los nuevos vocablos en nuestra hermosa lengua castellana?
—Extráñome de que una persona tan leída como vuestra merced –dijo el bachiller Santiago Martínez, algo socarrón– no haya percibido las grandes diferencias entre el vocabulario que aparece en esos fantasiosos libros de caballerías que vuestra merced dijo leer y el de nuestros días. Pues seguro estoy de que conocerá, dada su afición a la lectura, las comedias de Lope de Vega, al que don Miguel de Cervantes denomina Monstruo de la Naturaleza.
Enfadose mucho don Quijote tanto por la alusión a la duda sobre su capacidad de buen lector como por la forma de calificar de fantasiosos los libros de caballerías. Por tales razones, miró airado al bachiller y hablole así:
—No parece, aunque bachiller por Salamanca sea, que pueda juzgar lo que no conoce, pues seguro estoy de que…
Al ver el estado de don Quijote, fue el otro bachiller, Juan Alfonso Rojas, quien intentó menguar la cólera que se le encendía al caballero y dijo así:
—Señor don Quijote, no ha sido la intención de mi buen amigo el molestar a vuestra merced. Me gustaría decirle que fue otro académico de la misma universidad salmantina, fray Carmelo Villarino de Ventura, quien nos habló de cambios importantes para nuestra lengua durante el siglo XVI; lo fueron de tal grandeza que en ningún otro siglo se había producido tal aumento del léxico del español.
—¿Y puede saberse –preguntó el caballero, interesado por el tema– cómo llegan esas palabras a nuestra lengua? ¿Las creamos las personas del reino o vinieron de otras lenguas?
—De todo hubo –respondió el bachiller Rojas–, y se explica a partir de la importancia del reino de España en el mundo. El nuevo vocabulario, por el que me pregunta vuestra merced, tuvo como puerta de entrada, principalmente, nuestra brillante literatura. Esta lo incorporaba a través de tres fuentes: a) de nuestra propia lengua, que formaba sus palabras mediante derivación y composición a partir de las ya existentes; b) de vocablos tomados del griego y el latín, y c) de otros idiomas modernos.
El bachiller Martínez de las Cabrejas, que había permanecido en silencio desde que observó la respuesta airada de don Quijote hacia su persona, atreviose a preguntar a su compañero de estudios si era posible conocer esos idiomas modernos y algunas de las palabras que aportaron, a lo que el bachiller Rojas contestó de esta guisa:
—Amigo Santiago, en buena parte sí es posible, aunque fueran muchas las palabras y las lenguas que nos las prestaron. El francés, por ejemplo, nos regaló trinchera, batallón, ujier, damisela, etc. Del portugués vinieron, entre otras, sarao, menino o soledad, de su saudade; el alemán nos entregó bigote o brindis. Los indios americanos nos dieron tabaco, patata, chocolate, canoa, huracán o cacique.
En tanto don Quijote oía con atención, el bachiller Martínez, ya aliviado del malestar que la respuesta del caballero le había hecho sentir, volvió a dirigirse a su compañero:
—Atónito y suspenso he quedado al no oír nada de los italianismos, pues a quienes nos ocupan estas cuestiones sabemos su importancia y el alto número de sus palabras prestadas.
—En efecto, verdad dice mi buen amigo, pero es esa alta cifra de vocablos traídos de Italia lo que llevome a dejarlos para el final. Y he de hacerlo por ámbitos. Ansí, entre otras muchas, del mundo de las artes tomamos esbozo, esbelto, diseño, modelo, balcón, cornisa o fachada; del mundo de las letras importamos cuarteto, terceto, novela o madrigal; a la vida social debemos cortejar, festejar, pedante o bagatela; a la guerra pertenecen escopeta, centinela o escolta; al mundo de la navegación y al comercio, fragata, piloto, banca, etcétera, etcétera.
—¿Sentíanse contentos los españoles con tanto italianismo? –preguntó don Quijote–. Pues es posible que con los nuevos vocablos pudiere pasar como con las nuevas costumbres, que no siempre son bien aceptados.
—Está claro que sí –respondió ahora el bachiller Santiago–, pues quienes empleaban tales italianismos se sentían personas escogidas, cultas, cortesanas, pertenecientes al mundo de las letras y las artes, de lo cual se preciaban. Pero, como siempre suele suceder en estas cuestiones, porque no hay regla sin excepción, las hubo insatisfechas. Ansí, otro eminente académico, Fray Antonio Solís y López, nos habló de una famosa Carta del Bachiller de Arcadia al Capitán Salazaren en la que lamentaba tan grande número de italianismos. De tal guisa que no entendía bien que en España se empezara a decir muchos de ellos cuando existía ya en nuestra lengua el vocablo equivalente. No tenía sentido alguno, pues claro estaba que resultaba un proceder vanidoso. Y siempre nos leía fray Antonio el final de la carta, que decía así: «Hable Vm. la lengua de su tierra».
No había terminado de decir esto cuando se incorporó Sancho, quien, viendo que todavía seguían en animada plática, dijo lo que se contará en el siguiente capítulo.
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