Siempre he sido un cobarde; de niño me escondía bajo la cama y tras las puertas. El día en el que todo el país tenía que quitarse la mascarilla de la cara, no lo hice, me sentía protegido. Me quedé escondido tras ella en casa y noté que nadie me echaba de menos.
La mascarilla nos había demostrado que era posible el sueño ansiado de la igualdad. Durante aquellos años de pandemia, fuimos poco a poco acostumbrándonos a una nueva era. Sin notarlo, dejamos de echar de menos las diferencias, ya no valía ser guapo o feo; daban igual los callados y los locuaces; no contaban los que dudaban con un arqueo de labios, los que se asombraban con la boca abierta y los que se indignaban con un mohín apretado. La mascarilla disolvió toda diferencia.
También desaparecieron de la vista las sonrisas en esta nueva era, la Nueva Tranquilidad. Pero no era tan terrible porque todos podíamos por igual participar de la Gran Sonrisa. Nos citaba a todos con puntualidad a través de las pantallas. Era un milagro sin seres del más allá, la sentíamos como nuestra. La burla, el sarcasmo, la ironía y el humor nos habían hecho tanto daño en los tiempos prepandemia que nadie lamentaba el no poder reir.
Esos fenómenos eran residuos ya eliminados gracias al gran algoritmo que nos hablaba y sonreía a la vez. “¡Siempre fuertes y juntos venceremos!”, nos recordaba la Gran Sonrisa una y otra vez. No podíamos echar por tierra lo logrado tras dos años de sacrificio, con la mascarilla como parte de nuestro cuerpo. Por ello, nadie se sorprendió cuando la Gran Sonrisa nos convocó un día por televisión a quitarnos de nuestras caras esos trozos de tela. Ya sin ellas, no había bocas. ¿Fue una mutación por el virus? No se sabía. Era mejor, sin duda.
Desaparecieron labios, comisuras, dientes y ese angulito de la seducción. La infinita variedad de gestos de una sencilla boca prepandemia se sustituyó por una oquedad oscura y uniforme como la embocadura de una manguera. Una tapa cerraba y abría esa abertura accionada desde un lugar remoto.
Yo aún no me atrevía a levantarme esa mascarilla en mi solitario refugio pero aún oía en mi mente palabras, frases, entonaciones...todo el lenguaje oral era cosa del pasado, excepto para la Gran Sonrisa. La gente no añoraba el hablar ni el conversar que tantos males nos trajo. Ahora nos podíamos comunicar de verdad con los sonidos electrónicos que salían de nuestros agujeros en la cara, eran alegres y saltarines como los de cualquier teléfono móvil. El Ministerio de la Salud también había suprimido la verdad y la mentira. Tampoco existía ya la contradicción, erradicada como celebración en el Gran Día de la Victoria. Por fin se había conseguido la paz total.
Aquel agujero en nuestras caras era eficaz. Cada quince días había que acudir al Surtidor de Relatos, donde te cargaban digitalmente los bits imprescindibles para que tu mente correcta aliviara el trabajo ciego diario de tu cuerpo.
Aquel tubo que salía por la cara también nos ayudaba a confinar a los ruidosos. Así se llamaban a los que destilaban rencor y discordia como el humo de un diésel de 1995. Por aquella obertura corporal el odio salía como un sonido ronco y grave. Enseguida era detectado y era obligación ciudadana acudir a la Planta de Transformación, donde sería extraído y convertido en energía pura y limpia.
Tras varios meses escondido, me sacudí la cobardía, me coloqué frente a un espejo y me quité la mascarilla. Ahí estaba mi boca. “¡Soy yo!”, pronuncié para oírme. Me afeité, apreté mis labios, los sellé con cinta aislante y me pinte ese círculo oscuro. Salí a la calle.
Con temor, eché a andar y a cruzarme con mis ‘copacíficos’ afásicos. Los miraba de reojo y ellos solo fijaban sus vistas al frente. Sus ojos eran vitreos como de cristal esmerilado, se habían secado de solo ver pantallas. Y como un fulgor noté cómo una chica gira su cabeza hacia mí; su mirada aún tenía algo, tristeza que me suplicaba. La seguí a la obligada distancia educativa hasta un gran edificio, imité sus pasos y me introduje con ella, hasta que se paró, giró y se despidió con esos ojos aún vivos antes de desaparecer. Seguí solo por pasillos, busqué sin saber hasta que descubrí tras una puerta. Quedé inmovilizado por algo que podía ser el infierno y el paraíso por igual. Infinitas estanterías con miles, millones de bocas clasificadas. Bocas sonrientes, llenas de dudas, rictus de horror, expresiones de sorpresa, de indignación, de ira, de protesta, mohínes de amor y felicidad. Almacenadas, esperando algo que no sabía. Entonces fruncí mis labios y dudé si seguiría siendo cobarde.
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