No hay espacio para la duda: la clase política española es la peor que ha tenido el país desde la llegada de la democracia. Su insolente mediocridad es tan imparable que cada día supera al anterior. El bochorno de las últimas semanas es tan abrumador que ya ha superado la barrera de la indignación para acercarse a la del desprecio. Cuando el país atraviesa uno de sus momentos más dramáticos, la clase dirigente, ya sea en el gobierno, ya en la oposición, ha convertido la gobernanza de 47 millones de ciudadanos en un juego en manos de una banda de insensatos. Es lamentable pero no encuentro otro modo de dibujar con palabras la sensación de hastío que, unos y otros y sin excepciones, están provocando en la ciudadanía.
En el territorio del gobierno es imposible encontrar las razones de tanta torpeza. No estoy aludiendo a las contradicciones en las que ha incurrido en la gestión sanitaria de la pandemia. Los aciertos y los errores son inevitables en la batalla frente a un virus imprevisto e imprevisible. Ningún país estaba preparado para navegar en medio de esta ¨tormenta perfecta¨ y ningún país puede apuntar en su Haber más éxito que otro.
La demografía, la estructura sanitaria, la movilidad, los centros de comunicación aérea o terrestre, la situación en las residencias de ancianos, la detección temprana o tardía de la llegada del virus, son circunstancias, como otras, que han incidido en las curvas epidemiológicas en un país o en otro. Lo que resulta incontestable, salvo para los hooligans de uno y otro equipo (y a los que la cabeza, como escribió Machado, solo les sirve para embestir, nunca para pensar), es que todos pueden aprender y enseñar, pero ninguno puede dar lecciones. Si el territorio empírico de la ciencia no ha encontrado aún respuestas, sería una ingenuidad ir a buscarlas al escenario tribal de la política.
Pero lo que no puede hacer nunca la política es aumentar las inmensas dificultades para encontrar la salida del laberinto en el que estamos inmersos. Y en España es, lamentablemente, lo que está haciendo la clase política.
El gobierno porque su estructura interna está configurada por distintas sensibilidades con hojas de ruta no solo distintas, son, a veces, contradictorias. El vodevil del acuerdo con Bildu reveló que, en un tema tan importante como una reforma laboral, en el consejo de ministros existen cuatro sensibilidades distintas y ningún líder verdadero.
Los ministros socialistas y los podemitas se dividen, como los mandamientos laicos de la izquierda, en dos. Entre los primeros se sitúan los alineados con el cesarismo improvisador de Sánchez, diga y se desdiga, mienta o se arrepienta, y los que se sitúan con la vicepresidenta Calviño, partidaria de no caer en extravagancias populistas que incomoden a la Comisión Europea, Entre los segundos, los ministros de Podemos, Iglesias y Montero acamparían en el peronismo, mientras que Yolanda Diaz y Alberto Garzón, sin estar en otra orilla, si ocuparían un espacio más cercano al pragmatismo.
La rectificación cercana a media noche impuesta por la vicepresidenta económica del acuerdo con Bildu firmado por el vicepresidente Iglesias con el placet de Moncloa es una prueba incontestable de esa diferencia de posiciones en el PSOE, El silencio de la ministra de Trabajo y el de Consumo ante esa desautorización que tanto disgusto a Iglesias por la situación desairada en la que quedaba es, a su vez, otra prueba incontestada de que las aguas en el grupo de Podemos en el consejo de Ministros no bajan por el mismo cauce. Todos quieren llegar al mismo mar, pero no todos al mismo ritmo ni a la misma playa.
He recuperado el acuerdo con Bildu y la derogación de la Reforma Laboral porque demuestra la desorientación y las contradicciones por las que transcurre permanentemente la travesía del gobierno, Y la perdida de la brújula en medio de la peor tormenta imaginable es el mejor aliado para naufragar.
Un naufragio que no sería del gobierno, que también, sino colectivo, que eso es lo que más debe preocupar, y que, visto lo visto estas semanas, es lo que menos preocupa a la oposición, a toda la oposición, ensimismada en hacer caer al gobierno antes que en contribuir a poner los pilares para la reconstrucción del país.
Criticar los errores cometidos por la gestión del gobierno es una exigencia democrática ineludible para la oposición. Pero la crítica debe ser un ejercicio razonante acompañado de argumentos y alternativas, construido sobre verbos y no sobre calificativos, asentado en razones y no en insultos. Y, nunca, convocando concentraciones que solo sirven como exhibición cínica. Ver a Abascal y su banda saludar eufóricos desde un autobús descapotado y escuchar a Espinosa de los Monteros comparando la marcha del pasado domingo con la consecución de un Mundial de fútbol, mientras la suma de muertos y contagiados sigue subiendo, es, sencillamente, obsceno. Tiempo habrá para tomar las calles y protestar contra este o cualquier gobierno. Pero mientras se alcanza ese tiempo, que ya llegará, si de verdad se quiere honrar a los muertos, lo que no hay que hacer es convertir las calles en un recital de consignas, en un concierto de claxon y en una pasarela de banderas.
A las víctimas de una tragedia se les honra desde el silencio, nunca desde el grito. Vox, tan cercanos al militarismo de cornetín y quincalla antigua debería saberlo mejor que nadie: el toque de silencio siempre precede al homenaje a los caídos, en el campo de batalla o en la inmensa desolación tristísima de una UCI hospitalaria saturada de heridos por una pandemia.
Los dirigentes nacionales del PP deberían aprenderlo y huir del ruido (nunca de la crítica) si aspiran a ser más temprano que tarde una alternativa creíble.
No es ni el rigor, ni la seriedad, ni el sentido de Estado lo que lleva transmitiendo en los últimos años la clase política española; unas carencias que la pandemia y sus consecuencias presentes y futuras, han hecho ahora más insoportables que nunca.
Y es que no hay nada más insoportable que asistir al espectáculo de un gobierno obsesionado por permanecer en el Poder cueste lo que cueste y de una oposición obsesionada por llegar a alcanzarlo a cualquier precio. Es la conjura de los mediocres.
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