Vamos cuesta abajo hacia el definitivo final del cautiverio, con permiso del insidioso enemigo público, que puede contratacar y pillarnos con la guardia baja. Esa sombra negra nos sobrevuela en vísperas de que el Gobierno pida la sexta y última prórroga del estado de alarma, cuya autorización viene garantizada con el sí del PNV y la abstención de ERC, a cambio de mayor control autonómico de lo que queda de desescalada, incluida la gestión de los fondos destinados a la reconstrucción en Cataluña, el País Vasco y Navarra. No es la única sombra negra en la vuelta a la "nueva normalidad". Otra es la reyerta entre los partidos colocados a uno y otro lado de la barricada. La opinión publica reclama claramente un armisticio entre las dos fuerzas que ocupan la centralidad del sistema, PSOE y PP. Ni uno ni otro están libres de pecado.
No perdamos la esperanza de que los dos grandes provocadores, Álvarez de Toledo por un lado y el vicepresidente Iglesias por otro, acaben alimentando el retorno a la moderación por parte de sus respectivos líderes: uno preside el Gobierno, Pedro Sánchez, y otro aspira a presidirlo, Pablo Casado. Al menos por el propio interés de no quedar eclipsados tras el ruido mediático que suscitan los citados provocadores.
Bastaría que se recostasen en los dirigentes que representan la sed de centralidad a uno y otro lado. Dos mujeres, por ejemplo. Ana Pastor, en el PP, y Margarita Robles en el PSOE. Por cierto, que la ministra de Defensa acaba de hacer unas declaraciones que, sin levantar la voz, critica el penoso estado de crispación de la política nacional, el pacto del PSOE con Bildu, el feminismo de pancarta y la baja calidad de la clase política. Lo malo de la crispación entre partidos es su inexorable reflejo en una población civil que ha descubierto las redes sociales como vertedero de toda clase de basura verbal. Y en este punto no puedo por menos que celebrar el gesto del presidente del Gobierno de acudir al rescate de las dos personas, las más visibles en la gestión de la crisis y las más vilipendiadas por los bufones digitales y los adivinadores del pasado. Me refiero al director del Centro de Coordinación de Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, y al ministro de Sanidad, Salvador Illa.
Me parece oportuno, justo y necesario el desagravio. Aunque solo sea por el hecho de que, con sonrisa de Gioconda y la paciencia de Job, como hubiera dicho Fidel Castro, nunca respondieron a los insultos. Y espero que el elogio no se quede en las palabras de su jefe, Pedro Sánchez, que al fin y al cabo es como jalearse a sí mismo. Sería de justicia que la mayoría silenciosa, la del aplauso en los balcones y el civismo acreditado a lo largo de estos tres meses, compensara a Illa y Simón de lo que han sufrido en silencio.
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