George Floyd ha sido asesinado de forma cruel en Minneapolis. “No puedo respirar” fueron sus últimas palabras en una agonía denuncia, palabras lanzadas a la cara de una sociedad norteamericana que creció sobre la sangre de miles de africanos secuestrados y esclavizados.
No es nuevo, vuelve la ira acumulada en el corazón de aquella sociedad. La brutalidad policial no es una broma si eres negro en Detroit, Los Angeles o Minnessota.
El racismo vive aún en las entrañas de este joven y violento país nacido alrededor de la esclavitud y el rifle. “Todos los hombres son iguales” declaró solemnemente Lincoln sobre los cadáveres de Gettysburg. La abolición del esclavismo tras su Guerra Civil no acabó abriendo del todo los grilletes de los esclavos negros. Comenzó un siglo de abusos y discriminaciones sobre sus descendientes.
El documental ‘Enmienda XIII’ relata este proceso gradual de enmascaramiento de una herencia histórica viva. Detenciones masivas para conseguir mano de obra gratis, estereotipos del cine, leyes de Jim Crow, los linchamientos, la segregación pública legal, la lucha contra la droga desde Nixon a Bush, el encarcelamiento masivo con Clinton...así hasta hoy.
Por el camino, una historia épica de héroes como Rosa Parks, Martin Luther King, los nueve alumnos de Little Rock o los estudiantes blancos que llegaban en los autobuses de la libertad desde el norte. Esta gesta del espíritu humano me apasiona desde que hace quince años realizara un modesto documental en video llamado ‘El Blues de los Plásticos’. En él, un bluesman de Texas llamado Bob Kirkpatrick relata cómo de niño entró a una tienda y tras elegir un par de zapatos esperaba y esperaba sin fín a que el tendero le cobrara. Este lo ignoró durante mucho tiempo hasta que Bob se fue de la tienda sin zapatos, herido en su orgullo pero con su dignidad íntegra.
Es comprensible que la comunidad negra se vea a si misma como un todo vivo continuo, algo parecido al sentido sionista de la familia o a la memoria familiar española de la Guerra Civil. Y cada vez que se reabre una herida siempre supura la memoria dolorosa. Emmet Till, Hattie Carroll, Medgar Eves, Martin Luther King, Malcolm X...cada gota de sangre pesa más que la anterior.
EEUU se formó sobre el concepto grupal, sobre comunidades homogéneas y distintas que compartían una ciudadanía. Primero fueron sectas religiosas en el norte, reservas para los nativos, luego oleadas de inmigrantes con sus propios barrios: Chinatown, Little Italy, los irlandeses, polacos, judios o rusos. Más aún, los negros.
La historia del abuso y discriminación de los negros en Estados Unidos es tan brutal y única que no podemos extrapolarla a otros países ni adaptarla a nuestras vidas como si se tratara de un ‘Macdonas’ local que incorpora jamón serrano a sus burguers. Lamentablemente se ha hecho, comenzó en los años 90 y se consolidó con el nuevo siglo. El pensamiento por colectivos enreda y atrapa la razón. Es la visión de Malcolm X contra la de Martin Luther King.
Aceptar que existan razas, culturas, géneros, clases o cualquier otro ente colectivo por encima del individuo lleva al discurso identitario. Y éste a la fanatización. Lo que sirve para explicar y comprender no sirve como solución al problema.
Fundirse con el grupo es placentero, lo sabemos los que disfrutamos en un concierto. Nuestra condición de mamíferos nos lleva al calor de la manada, al refugio del clan y de la tribu. Sin embargo, cuando Rosa Parks se negó a cumplir la injusta y legal discriminación de los negros en los autobuses no lo hizo pensando en su supuesta raza sino en si misma y en su dignidad. Razonar y actuar en términos de identidad colectiva lleva obligatoriamente a pensar en un ‘otro’, que al final es el enemigo, sea justo o no. Es lo que pensaba Martin Luther King y por ello era ridiculizado por el identitario Malcolm X.
En abril del 92 la ira volvió a incendiar las calles de Los Ángeles tras la absolución de los cuatro policías que apalearon con saña a Rodney King un año antes. El documental ‘L.A. 92’ muestra imágenes cruentas de algunos de los 34 inocentes que fueron apaleados brutalmente hasta la muerte por aquellos jóvenes negros que sentían la ira de su identidad colectiva. La sangre y la deformidad de sus rostros impiden apreciar si son blancos, amarillos o tostados.
Si bien estos días en las calles se ven pancartas con el lema justo “Black lives matter” -las vidas de los negros cuentan-, yo prefiero aquellas otras que llevaban junto al doctor King y que rezaban solo “I am a man”, -Soy un hombre-.
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