Según la teoría clásica de Montesquieu, cuando uno de los poderes encargados de equilibrar a los otros dos no funciona o, por el contrario, se sobredimensiona, se produce un mal a la democracia. Y ese es precisamente el caso de la democracia española contemporánea, tan zarandeada por pandemias varias, no solo sanitarias. La mínima presencia del Legislativo, frente al auge del Ejecutivo -facilitado por el estado de alarma, que da plenos poderes al Gobierno- ha hecho que parte del protagonismo político corresponda, porque todo hueco tiende a llenarse, al poder judicial. Es decir, estamos ante un grave desequilibrio entre las tres ruedas.
De ahí la controversia en torno a la jueza madrileña que ha decidido continuar adelante, frente a la petición fiscal, con la investigación sobre aquellas manifestaciones del Día de la Mujer el 8 de marzo, tratando de comprobar si las autoridades, al autorizar esta masiva salida a la calle, sabían el riesgo de contagio que las manifestantes contraían. Y, a mi juicio, la polémica, que ha dado con los huesos del delegado del Gobierno en Madrid, el socialista José Manuel Franco, declarando en el Juzgado de la magistrada Carmen Rodríguez-Medel (apodada en los periódicos 'la juez del 8-M'), es una consecuencia perversa de la situación que estamos viviendo.
La señora Rodríguez-Medel encarna hoy, para la derecha, a una heroína. Para la izquierda, incluyendo a la Fiscalía y a la Abogacía del Estado cada vez más controladas por el Gobierno, es una intrusa que hace el juego a la oposición al Gobierno de PSOE y UP. Algunos piensan, pensamos, que la magistrada tiene que ser respetada en su capacidad de investigar un caso polémico. Otros piensan, pensamos -sí también esto lo pienso--, que poca traducción penal tendrá el 'caso 8-M': va a ser imposible demostrar una relación directa entre la celebración de aquella archifamosa manifestación y el estallido de contagios por coronavirus. Los ciudadanos tenemos el derecho de acudir a los tribunales cuando vemos nuestros derechos pisoteados. Los representantes políticos tienen no solo el derecho, sino el deber, de denunciar ante la Justicia cualquier presunta vulneración clara de la ley. No estoy seguro de que esto del 8-M sea una de tales vulneraciones. Ni tampoco estoy seguro de que el cúmulo de querellas, demandas, controversias, reclamaciones y pleitos en general que se van a plantear desde el Ejecutivo o, sobre todo, contra el Ejecutivo y contra diversas instituciones en los próximos días, no tengan un carácter temerario.
Pocas sanciones penales -aunque puede que alguna, sobre todo relacionada con material sanitario, sí- van a prosperar de todas estas acciones ante los tribunales: son querellas, demandas, reclamaciones, más bien políticas. Derivadas de la cainita lucha de las dos Españas, que se llaman 'asesina' la una a la otra por cuestiones que nada tienen que ver ni con el asesinato ni con el homicidio ni con las lesiones que se reclaman por los demandantes y querellantes. Es claramente un abuso, aprovechando la acción terrible de un virus, de la justicia, que la colapsa y la encarece solamente para lograr apenas por un día los titulares de los periódicos.
Cuando esta pesadilla acabe, quién sabe cuándo, nos sentiremos avergonzados, o más bien 'ellos' se sentirán avergonzados, por este abuso, que es una clara mala utilización del tercer poder. Un abuso al que en ocasiones se suman algunos magistrados, arrastrados por el vendaval político que arrasa en España. La política no puede ser sustituida por la acción judicial, que está para lo que está y no para emplearse en la lucha partidista. La judicialización de la acción política es, sin duda, una de las manifestaciones de un mal funcionamiento de los tres poderes de Montesquieu. Y eso, que los poderes del barón de Secondat no rueden de manera armónica, es siempre una mala señal: la democracia española chirría con demasiada frecuencia y con excesiva intensidad.
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