La mayoría de los madrileños, o sus padres o abuelos, son de fuera, pero ahora resulta que fuera no se les quiere. Bueno, se les quiere y no se les quiere, algo así como que se querría que estuvieran, pero sin estar. Cosas del Covid-19, ese enemigo invisible que el miedo visibiliza en los núcleos de gran densidad de población, particularmente en Madrid, el denso núcleo que más irradia. Sobre todo, en verano.
La capital irradia de todo con la fuerza centrífuga de sus teatros, de sus empresas, de sus museos, de sus sedes ejecutivas, legislativas y judiciales, de sus casi cuatro millones de almas pululantes, y de cuanto ha acaparado, con Barcelona, de la vitalidad que debiera andar repartida por toda España, pero lo que más irradia en julio y agosto son veraneantes. De eso viven muchos pueblos y ciudades, y precisamente de eso mismo es de lo que temen morir si con los euros se cuelan los virus.
Nada desazona tanto como lo que se necesita, de modo que hay que comprender que en éstos meses de epidemia soterrada se haya desatado la “madrileñofobia” en los lugares de destino de los veraneantes del foro. Se comprende el miedo, que es el material de que están hechas todas las fobias, pero no así su fundamento racional, pues el maldito virus circula por todas partes, y al propio Madrid tuvo que llegar de algún sitio. Y puestos a comprender, un esfuerzo más para empatizar con el desasosiego de cuantos machihembran la fobia y la filia en el mismo sentimiento, esto es, la madrileñofobia y la madrileñofilia. Que vengan, pero sin venir.
La cuestión se agrava con la circunstancia de que los madrileños, que han padecido más que nadie el cautiverio en su ciudad cerrada, que han sentido el hálito de la muerte en las grandes avenidas desiertas y en el genocidio de sus ancianos, van a sustituir como turistas a los extranjeros que van a venir a cuenta gotas. Es como si ese pluriempleo vacacional de hacer de turistas y de veraneantes les estigmatizara con la sospecha de una doble potencialidad de contagio.
Ahora no tanto como hace unas décadas, pero buena parte de los madrileños son de fuera, y es natural que al clásico furor vacacional y a la necesidad de estampida tras el confinamiento, añadan en éstos tiempos oscuros la querencia de los orígenes. Sean bienvenidos.
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