“Estoy aquí para contar que soy homosexual”. Con estas palabras contenidas en un vídeo de apenas tres minutos, Pablo Alborán ha decidido comunicar al mundo su condición sexual. No sabemos por qué ha dado este paso en este preciso momento, pero hay una frase que nos proporciona una pista: “Necesito ser un poquito más feliz de lo que ya era”. Así que, aunque reconoce que siempre se ha sentido arropado por los suyos, por su familia, por sus amigos, por la gente de su compañía discográfica, esa necesidad de ser “un poquito más feliz” indicaría que guardar el secreto comenzaba a pesarle como una losa. Y quién sabe si le pesa desde hace mucho tiempo, quizás media vida, teniendo en cuenta que apenas ha superado la treintena.
Es un gesto valiente y solidario. Él mismo dice que espera que pueda servir para que otras personas, especialmente los jóvenes, puedan animarse, si así lo desean, a dar un paso semejante. Pero, por otro lado, produce sensaciones encontradas que a estas alturas de la historia aún sea noticia que un personaje relevante salga del armario. Es otra señal que difumina el espejismo, como la que nos llegó hace unos días a través de una investigación del Proyecto ADIM, coordinada por los gobiernos de España y Portugal y la Universidad Complutense, que desveló que siete de cada diez personas LGBT que viven con normalidad en su ámbito privado deciden volver al armario en cuanto pisan la oficina. Allí no hablan de su condición ni de sus circunstancias afectivas. Y no lo hacen para preservar legítimamente su intimidad, sino por miedo: para evitar chistes, burlas o insultos de sus compañeros o para no ver entorpecida su progresión profesional.
Nuestro país ha dado pasos de gigante en las últimas décadas. Solo hay que recordar que la homosexualidad dejó de ser delito en España hace poco más de cuarenta años, que dejó de ser considerada enfermedad por la OMS hace treinta, o que los primeros homosexuales que contrajeron matrimonio tardarán aún una década para celebrar sus bodas de plata para darnos cuenta del camino recorrido. Pero la homofobia latente se mantiene y se manifiesta en puntuales agresiones, en casos de acoso escolar, en insultos homófobos, en la dificultad de expresar esa condición en algunos ámbitos profesionales o en la persistencia de estereotipos que ofenden o caricaturizan a los miembros de este colectivo. Actitudes que pueden llegar a tener consecuencias trágicas: según el Observatorio Español contra la LGBTfobia, los intentos de suicidio entre los jóvenes LGBT son de tres a cinco veces más numerosos que entre el resto de los jóvenes de su generación.
Así que quizás sea necesario seguir abriendo los armarios. Pero no solamente los homosexuales. Los homófobos de libro quizás ya no tengan remedio, pero convendría que todos mirásemos dentro de nuestro ropero, no vaya a ser que tras su apariencia impecable guarde viejas ropas apolilladas. Y resulte que mientras proclamamos la igualdad, seguimos manteniendo heredados tics homófobos que manifestamos inconscientemente pero que hieren a quienes los perciben. Porque puede ser que mientras presumimos con legítimo orgullo de lo que ha avanzado nuestra sociedad, no percibamos esas sombras que suelen proyectarse a nuestras espaldas cuando las luces nos deslumbran.
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