Sorprende la cantidad de revelaciones negativas que, a raíz del estallido de ese culebrón mal explicado que es el llamado ‘caso Dina’, se acumulan no ya solamente sobre lo que ocurrió entre el secretario general de Podemos y su entonces asesora en Bruselas, sino sobre el funcionamiento de la propia formación.
Conspiraciones, manejas oscuros y poco democráticos proliferan en las informaciones de diversos medios, que se ven beneficiados por ‘filtraciones’ que sugieren que una caza más o menos furtiva se ha iniciado contra el vicepresidente del Gobierno y líder de la formación morada, Pablo Iglesias.
Trataré de ser prudente a la hora de referirme a este cúmulo de informaciones, favorecidas por la escasa transparencia del partido de Iglesias y por las malas relaciones que el propio vicepresidente y secretario general ha establecido con una parte importante de los medios. Personalmente, he de reconocer que solamente a través de vías indirectas puedo acceder a lo que realmente ocurre en las sombras de Podemos, dado que el propio Iglesias decretó que no hubiese información oficial para quien suscribe ni entrevistas con el líder. Hago esta advertencia preliminar, que es la constatación de una anomalía, una más, en el funcionamiento de la formación que formó coalición de gobierno con el PSOE de Pedro Sánchez: la libertad de expresión bien entendida exige un acceso de todos, incluyendo a los no partidarios, a las fuentes. Lo que ocurre, y existen abundantes testimonios al respecto, es que don Pablo Iglesias tiene un concepto muy especial de lo que es la libertad de expresión.
De lo que no cabe duda, en todo caso, es de que esta descarga de fusilería mediática contra Iglesias y contra Podemos, a la luz de esa novela de espías que dará origen pronto a algún libro con el título de ‘El caso Dina’, está debilitando la posición de Iglesias en el conjunto de la política española. De momento, el vicepresidente está limitando sus apariciones públicas y sus contactos con los chicos de la prensa, que le acribillarían a preguntas sobre un ‘affaire’ que ni Podemos ni el propio Iglesias han sabido, a mi juicio, explicar, siquiera someramente, ni a los ciudadanos ni al juez García Castellón. Ni al Parlamento: el ‘caso Dina’ exige ya una comisión de investigación en el Congreso.
Ha pasado el momento de los desconciertos suscitados por la pandemia y está llegando el momento de los ajustes políticos. Iglesias y su entorno, de manera singular la ministra de Igualdad, doña Irene Montero, han sabido rodearse de impopularidad, dicen las encuestas. Y de enemigos, y no todos precisamente en la derecha. Han dejado demasiados cadáveres de gente que fue próxima. Han violado demasiadas reglas éticas y, sobre todo, estéticas. Han sembrado excesiva crispación en la mayor parte de sus intervenciones públicas. Y eso se paga.
Iglesias ha logrado concretar muchas de las ambiciones que enumeró en aquel inolvidable 22 de enero de 2016, tras entrevistarse con el Rey en las consultas de investidura: la vicepresidencia, ministros ‘propios’, los servicios secretos, la tele pública... Todas las ambiciones, menos una: no ha podido acelerar el paso hacia la revolución con la que soñaba, aquel asalto a los cielos que, el propio Sánchez lo dijo, nos llevaría al insomnio al noventa por ciento de los españoles.
Ahora, alentada quién sabe por quién, la cacería ha comenzado, mientras Sánchez, en sus contactos informales aéreos con periodistas, asegura en privado que la coalición está reforzada y asegurada. Bueno, creo que no siempre hay que tomar al pie de la letra las cosas que dice el presidente, ya se sabe. A mí, en cuanto a la cohesión de la coalición, me parece todo lo contrario: tengo casi la certeza de que el insomne de La Moncloa ha de estar disfrutando como nunca leyendo algunos de los titulares referidos a su socio que aparecen estos días en los medios.
El plan de Iglesias, cada día más en connivencia con formaciones como Esquerra Republicana de Catalunya, no es el plan de Sánchez, creo. Volvemos a la primera Transición, en que el debate era ‘evolución o ruptura’. Aquí, uno quiere la segunda y el otro, confío, lo primero. Estamos en un momento clave, evolución o revolución, y me parece que el tren del futuro no pasa por la estación del vicepresidente.
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