Pasado mañana se celebran las elecciones en el País Vasco y, en vísperas de la jornada de reflexión, han llevado a cabo un acto campaña en el cementerio de Vitoria, pintando de rojo el panteón donde reposan los restos de Fernando Buesa, asesinado con un coche bomba por ETA, hace poco más de veinte años.
Parece que a los asesinos -y a los componentes de sus numerosos clubs de fans, que se presentan a las elecciones- no les parece suficiente arrebatarle la vida a un enemigo, y comprobar que es ya un cadáver, sino que necesitan renovar los votos del odio con la profanación.
Las prisas de algunos sectores vascos por pasar página, y aparecer como si los asesinatos, el oprobio y la infamia de los años de la indignidad fueran algo superado, se ven lastrados con los palmeros de los asesinos, que tienen nostalgia de las bombas y los tiros en la nuca.
Por si fuera poco, por el PNV parece que se ha difundido una consigna, que todos repiten con aspecto contrito, diciendo que hay que reconocer que los atentados fueron una injusticia. ¿¡Una injusticia!? No, mis queridos amantes de la paz, que en Vascongadas no existe ni en los cementerios: una injusticia es que te cobren 30 euros por un solomillo duro, pasado de fuego, en un restaurante de tercera; o que te exijan una cantidad por el alquiler de un piso doblando el precio del mercado, o que te despidan del trabajo sin la indemnización adecuada. Eso es una injusticia. Pero matar, asesinar a una persona, arrebatarle la vida porque no cree en la independencia del País Vasco y, aunque ame a su tierra, no renuncia a ser español, o piensa de manera diferente, eso NO es una injusticia: eso es una brutalidad sanguinaria, una atrocidad execrable, una crueldad sañuda. Y confundirlo con la injusticia es una perversidad cobarde que sólo merece desprecio. ¿Una injusticia? De nuevo a Jack el Destripador nos lo quieren hacer pasar por cirujano en prácticas.
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