José Luis Masegosa
01:00 • 28 nov. 2011
Ahora que vivimos tiempo de adviento y las grandes superficies y almacenes se adelantan al calendario de una manera incomprensible para implantar por doquier y con toda la antelación el espíritu más mercantilista de las fiestas navideñas, no puedo evitar la tentación de contar una de las historias que, seguramente, habita como otras muchas en los establecimientos y residencias de mayores. En estos escenarios en donde el otoño es más otoño y las actitudes humanas encuentran el caldo de cultivo para ser eso, precisamente, humanas ante todo, el visitante se deja llevar por los caminos que ha trazado la senda de quienes aquí encuentran el penúltimo albergue, los penúltimos rayos de una tenue luz que aún ilumina los torpes pasos por infinitos pasillos antojados. Es el ritmo de los centros y residencias de mayores.
El azar me llevó no hace muchos días a uno de estos establecimientos cuando el crepúsculo dibujaba rojizos halos en el horizonte. Frente a frente, en el porche de acceso al hall de este hogar comunitario, dos inquilinos daban cuenta en dos butacas gemelas de sendos cigarrillos, uno de aquellos una mujer de rostro algo alargado y mirada inquieta. La señora mostraba una disposición y un desparpajo en evidente contraste con la pasividad y resignación de la mayoría de sus vecinos de edificio. La mujer traslucía unos irrefrenables deseos de entablar conversación, de hablar, de comunicarse. Esta es, acaso, la comunicación, una de las mayores necesidades de los usuarios de estas casas de dependencia.
Manuela nació y se crió en Melilla, anduvo en múltiples ocupaciones y residió en diferentes lugares de la geografía española, hasta que recaló en Almería. Hace mucho tiempo, no sabe cuánto, perdió el rastro a sus tres hijas y quedose sola. El infortunio y las heridas de la vida la arrojaron irremediablemente a la más deleznable de las indigencias, en la que conoció y padeció innumerables penalidades y fatigas. El deterioro físico, los arañazos del hambre y los zarpazos del alma la sumieron en un estadio final que fue frenado gracias a la actuación de los servicios sociales y sanitarios. Rescatada de las calles de la capital, la mujer permaneció ocho meses hospitalizada hasta que, recuperada, ingresó en su nueva casa, donde lleva más de un año. Cuando los últimos reyes magos visitaron la residencia, Manuela no tuvo pelos en la lengua y les echó en cara su falta de atención: “!Hace cuarenta años que pedí una muñeca y todavía la estoy esperando!”. Ahora que ya comienzan a circular las cartas a los Magos, Manuela espera que alguien se acuerde de su olvidada muñeca.
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