Me levanté con el ánimo de ir a la playa. De hecho empecé a preparar mi mochila mientras se hacía el café, pero surgió un imprevisto: la vecina de al lado se había vuelto loca tirando piedras en la calle a diestro y siniestro.
Lo primero que hice fue llamar a la policía local, pero estaban tan ocupados que no podían venir. Llamé entonces al ayuntamiento, marqué varias veces la opción de atención al ciudadano, y los toques de llamada adquirieron otro matiz, se hacían más largos, con unas pausas silenciosas entre medio, pero al final me contestó una máquina diciendo que todos sus agentes estaban ocupados y que lo intentara más tarde.
Así que tuve que tranquilizar por mi cuenta a la presunta loca argumentándole de la manera que yo esperaba que hicieran las autoridades: que no tiene derecho a invadir el camino con sus ridículas macetas y piedras, y que debe de quitar lo que lleva haciendo desde hace meses; si quiere plantar algún geranio u otra mata puede hacerlo pegado a su acera, pero a partir de ahí todo es camino para pasar los demás vecinos con sus vehículos, y el hecho de poner obstáculos puede producir daños como rotura de ruedas y otros accidentes.
La pobre mujer no salía de su ataque de histeria y me vi obligada a llamar a los servicios de emergencia, que sí estaban operativos, y se la llevaron de inmediato para ponerle algún tranquilizante, supongo, y avisar también a sus familiares con el fin de que se hagan cargo de ella al igual que de sus actos impunes e irresponsables.
Pero yo lo que quería era ir a la playa. Después de una semana yendo cada mañana entre las diez y las doce, y permanecer acompañada por el rugido de las olas, con un levante intenso, revolcándome entre la espuma del rompeolas, la echo de menos. Me falta el mar. Ahora comprendo a los isleños cuando me decían en Ibiza "es que yo tengo que ver el mar todos los días".
Me llevo un pequeño bocadillo. He descubierto en el Lidl unos panecillos de Baviera que me encantan. Lo parto por la mitad, le restriego un tomatito, le echo aceite de oliva y unos trozos de queso fresco de cabra, y encima lo aderezo con unas hojas de albahaca. Me parece un manjar cuando me lo estoy comiendo allí, enfrente del mar, después de haberme remojado varias veces y leído algún capítulo de "Serotonina", la última novela de Houellebecq que yo sepa.
Necesitamos
tanta serotonina. A raudales. Siempre que puedo escucho "Como yo te amo", en
versión de Niños Mutantes. La canto también por la playa. Yo amo al hombre que
canta como yo te amo.
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