De la conveniencia del buen uso del humor en los políticos

Luis Cortés Rodríguez
07:00 • 25 jul. 2020

Tras hacer jornada en una destartalada venta, ya comenzaba a amanecer cuando don Quijote y Sancho se dirigieron a casa del caballero, donde, al llegar,  ya de tarde, encontraron al cura y al barbero, quienes habían sido avisados por el ama. Tras un tiempo de plática, el cura, siempre con ganas de chanza, y conociendo el menguado humor de don Quijote, tuvo la malsana idea de alterarlo un poco. Y para ello, dirigiose a Sancho de este modo:


—Sancho, en mal momento os tragasteis las promesas de vuestro amo y en peor hora aún se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis. 


—Si te empreñas del aire, compañero, es seguro que parirás viento –dijo Sancho muy enfadado–. Pero no es del aire de lo que yo me empreño, sino de la palabra de mi señor, que no poco es. Y, en efeto, ínsula deseo, pues me ha sido prometida y nada me librará de ella. 



—Señor cura, no es cosa de broma lo que acaba de decir, sino de burla –dijo don Quijote, grandemente alterado–, y las burlas, como dije en cierta ocasión a un arcipreste que de mí las hizo estando en una venta, no se han de juzgar de parte de quien las hace, sino de parte de quien las recibe. Y esto que acaba de decir es grave ofensa, y no solo para mí, sino para todos los caballeros andantes del mundo, pues sus promesas han de ser tenidas como palabras de Dios. 


El bachiller, como buen conocedor del escaso humor de don Quijote, quiso que decreciera su arrebato. Y habló así:



 —No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las bromas, que no burlas, de nuestro amigo el señor cura. Ya sabe lo que se suele decir entre los hombres de letras, que «no hay espíritu perfectamente confortado si le falta el sentimiento del humor».


—Maldito humor es ese, pues los caballeros andantes no somos dados a esos humores, que no son sino cobardías encubiertas por el miedo –respondió el caballero. 



—Señor don Quijote, ¡cuánto me pesa el haberlo perturbado! –dijo el cura–. Pero no entiendo que no pueda adiestrar a su escudero sobre las ventajas que el humor tiene para un gobernador. 


—No veo dónde está esa necesidad –respondió airado don Quijote.


—Mi buen amigo, vuestra merced debe saber que para un gobernador el humor puede ser persuasivo. Es más, es una poderosa arma retórica en la medida en que despierta las emociones de los oyentes y los mueve a la risa. Y, lo que es más importante, como la risa se basa en conocimientos comunes entre el que dice y el que ríe, pues también sirve para agilizar la alianza entre el orador y el oyente, entre el poder y el subordinado. 


—Verdaderamente, señor cura, nunca oí semejante patraña –contestó don Quijote–. Pues nada hay de sandez mayor que la risa que de causa menor procede. Y tú, Sancho, piensa que lo que has oído fue cosa de viento y pura entelequia.


—Le diré algo más a vuestra merced –añadió el cura–: quien sabe sazonar el discurso político con una punta de sal, con una especie de sencillo condimento retórico, hace amable su victoria.


—Señor cura, mi escudero está llamado a ser gobernador de una ínsula y no bufón de la corte de los duques de Ferrara. Y esas chanzas son propias de bufones, que no de caballeros ni de gobernadores.


—Su desconocimiento de estas cuestiones y su profunda inclinación por los caballeros andantes pueden servir como disculpa de tan grande yerro –respondió el cura–. Amigo don Quijote, no puede olvidar que existe el principio de adecuación, según el cual cualquier persona habrá de emplear el humor pero considerando la oportunidad, el momento, el dominio y el comedimiento de su uso. Y estos aspectos, que tienen que ver con el bien hablar, son los que diferencian al orador del bufón, o sea, al buen político del chocarrero.



A lo que respondió don Quijote, ante el rostro pasmado de Sancho:


—Los caballeros andantes, y en esto están en común con los gobernadores, hablamos y actuamos siempre por un buen motivo y no para que nos consideren graciosos, sino para conseguir algunas metas, que en el caso de los caballeros ha de ser el desfacer tuertos y en el de los gobernadores, el bien de sus insulanos.


En efecto, bien habló vuestra merced ahora –replicó el cura–, aunque no sean cosas imposibles de casar, sino todo lo contrario. Un inicio de un discurso con una pizca de humor puede ser el arma ideal para atraer a los ciudadanos, para incentivas su escucha y hacer más atractiva la relación entre el orador y su público. Es posible que a partir de ahí, gracias a esa comedida gracia, todo vaya mucho mejor. Ahora bien, si esa broma está mal medida, si es gruesa, inadecuada o del poco gusto de los escuchantes, la relación con estos saldrá tan perjudicada que se podrá hacer añicos. Por tanto, amigo don Quijote, el humor bien empleado con decoro y siguiendo el principio de adecuación no solo es un arma maravillosa para despertar a unos oyentes aburridos, que se empiezan a dormir, sino una poderosa herramienta retórica. Todo está en hacer buen uso de él. 


Algo más convencido quedó don Quijote, aunque no lo entendiera del todo ni imaginara a Amadís o Florián diciendo donaires. 


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