Nadie parece entender la decisión británica de obligar a una cuarentena a los viajeros procedentes de España, pero eso es, seguramente, porque se intenta entender desde la racionalidad, un territorio por el que no suele transitar el gobierno de Boris Johnson.
En todo caso, la pérfida Albión lo está siendo ésta vez, o sea, pérfida, indiscriminadamente, pues si de una parte asesta la puntilla a nuestra industria turística, de otra ocasiona un sinfín de horribles perjuicios a quienes en buena medida la alimentaban. sus propios nacionales ávidos de alcohol barato, relajo y sol.
Desde la irracionalidad, en cambio, sí se podría especular si no sobre la razón de tan infausta y precipitada medida, sí sobre su detonante. Embarcados, pues, en conjeturas locas, no sería particularmente descabellado atribuirla al súbito y amigable encuentro entre nuestra ministra de Exteriores, González Laya, el ministro principal de Gibraltar, Fabián Picardo. Pudiera ser que el Foreign Office no hubiera sido informado previamente de esa reunión (ni por Laya ni por Picardo) para ir allanando el camino del necesario buen entendimiento entre las autoridades españolas y gibraltareñas ante la inminencia de un Brexit total que tanto perjudicaría a los trabajadores de La Línea como a los naturales del Peñón.
De haber ocurrido así, el monumental cabreo de Johnson habría encontrado en la cuarentena obligatoria una respuesta o represalia a la altura de las circunstancias que el premier británico se habría encargado, con el mosqueo, de distorsionar. Porque no parece que hayan sido las razones sanitarias, derivadas del aumento de contagios en nuestro país, las que han aconsejado al gobierno británico tan drástica decisión, pues no sólo la situación en el suyo es similar a la nuestra, sino que los propios turistas del Reino Unido se admiran de nuestras medidas formales de prevención (mascarillas, geles...) y se sienten más seguros aquí que allí.
No quiere ésto decir, desde luego, que lo estemos haciendo bien, pero sí que, más o menos, lo estamos haciendo igual de mal, lo que invalida la justificación sanitaria que, cogida por los pelos, se esgrime.
No hace falta ser Napoleón, que gustaba de llamar así, la pérfida Albión, a Inglaterra, para que la abrupta, mendaz y desproporcionada medida de la cuarentena se nos antoje, en efecto, de lo más pérfida. Deja colgados a cientos de miles de británicos y a otros tantos de españoles, herido de muerte a nuestro turismo e instalada una exagerada sensación de pánico, y puede que no evite ni un sólo contagio. Pérfida, y, lo que es peor si cabe, inútil.
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