Me comentaba Adolfo Suárez que la democracia perfecta es aquella en la que los ciudadanos no saben decir el nombre de los máximos jefes militares ni los de los jueces más relevantes. Me lo decía en plena ebullición de generales descontentos con las reformas de la primera Transición y cuando la máxima Judicatura, procedente del franquismo, aún entorpecía, como podía, la llegada de los cambios.
Nada de eso ocurre hoy, lógicamente. Pero sí es cierto que el mundo togado anda muy revuelto ante los muchos casos que demandan su atención. Casos a los que podríamos llamar inéditos, porque inédita es la situación que vivimos y que llevará a un casi seguro caos en la Justicia española.
Como, de momento, habría que tener mucha voluntad de falsificar la situación para decir que hemos superado la pandemia, los miles de reclamaciones, demandas y querellas generadas por el virus maldito están como agazapadas, a la espera. Reclamaciones contra el Gobierno, contra responsables autonómicos y locales, contra instituciones, contra hospitales, reclamaciones de parte, separaciones y divorcios, reclamaciones laborales de todo tipo colapsan ya los tribunales, y la cosa no ha hecho más que empezar. Hasta el punto de que aseguran que el Gobierno niega haber tenido un 'comité de expertos'; no porque no lo haya, en realidad, ha habido, sino para protegerles de posibles reclamaciones que irían directamente a parar contra la cabeza, ya bastante atribulada, del ministro de Sanidad.
El Gobierno, sí, trata de protegerse de lo que le viene en los tribunales, y no todo, por cierto, derivado del coronavirus: el vicepresidente Iglesias se enfrenta a tres o cuatro demandas de cierta envergadura, entre ellas una por presunta calumnia contra el ex abogado de Podemos que destapó el 'caso Dina'.
Añádase a eso el enorme embrollo legal en Cataluña y las ramificaciones de los casos que afectan -eso va a ser un tema especialmente complejo y delicado--a Juan Carlos I y que irán a parar, sin duda, a manos del presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena.
Tendremos así una radiografía aproximada de lo que va a ser un otoño tórrido en los juzgados. Todo ello, para colmo, con críticas a los jueces procedentes del mismísimo Gobierno de Pedro Sánchez, sector Pablo Iglesias.
El ministro de Justicia es, sin duda, quien mejor situado anda para aventar el panorama que viene. Es, por ello, quizá quien más empeñado está en lograr un pacto para desbloquear el gobierno de los jueces, el Consejo general del Poder Judicial, cuyo mandato legal venció hace casi dos años sin que PP y PSOE haya sido capaces de sentarse para llegar a un acuerdo razonable entre ellos y con los demás grupos parlamentarios.
Hay que evitar que se repita aquel intento de golpe de mano, allá por noviembre de 2018, que consistió en tratar de colocar a la cabeza del CGPJ a Marchena, casi por la puerta de atrás, en sustitución de Carlos Lesmes y al margen de las otras fuerzas políticas. Todo con maniobras en la oscuridad que el propio Marchena, al conocerse que iban a intentar manipularle, condenó y rechazó con dignidad.
El papel que va a desempeñar la Justicia en los muy complicados tiempos que vienen será clave. La Justicia española trabaja con no demasiados medios y con una legislación que, en no pocos casos, se va quedando obsoleta con respecto a las nuevas realidades. No hay más que ver las cosas que han ocurrido en la Cataluña 'independentista' o cómo el Supremo, presionado por Estrasburgo, ha tenido que retirar la condena que mantenía inhabilitado a Arnaldo Otegi.
Tal y como andan las cosas, el pacto parlamentario por la renovación del órgano de gobierno de los jueces y del Tribunal Supremo es ya urgente, más urgente aún que otros pactos que supondrán la reconstrucción económica del país. En el caso del Poder Judicial, hablamos, además, de la reconstrucción política, moral y social de España. Ahí queda ese toro en suerte para que nuestros representantes, por una vez, lo lidien con brillantez. Si es que saben hacerlo, claro.
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