Al personal de colegios e institutos, docente y no docente, se le puede pedir en las actuales circunstancias un esfuerzo más sobre los muchos que de ordinario hacen para sacar adelante su tarea en un país que no mima precisamente la Educación, pero no se le puede pedir que se transforme de súbito en personal sanitario, de rastreo, de desinfección y de policía. Y eso es lo que le pide, y con un talante algo borde por cierto, el consejero del ramo de la Junta de Andalucía, Javier Imbroda, empeñado en que el próximo curso arranque de forma presencial así caigan chuzos y coronavirus de punta, y resignando la responsabilidad moral sobre la salud y la vida de los educandos y sus familiares en los trabajadores, docentes y no docentes, de los centros escolares.
Siendo España, por desgracia y por la disparatada “nueva normalidad” que cerró teatros y abrió garitos, el país europeo que registra a pocas semanas del inicio del curso el mayor número de contagios, no es raro que padres y maestros alucinen con la terquedad del consejero y se subleven contra ella, máxime cuando desde su departamento nada práctico se ha hecho para afrontar con alguna seguridad para el alumnado el curso como quiere el consejero. El ordeno y mando de la Junta de Andalucía, cerril como todo ordeno y mando sin atender a la realidad ni a razones, obliga al personal educativo al cumplimiento de unas normas sanitarias que, aun en el caso de ser las adecuadas, son imposibles de cumplir por él.
Aulas cuya ocupación real supera con mucho el ratio aconsejable, instalaciones destartaladas u obsoletas, hacinamiento en los patios de recreo donde, en el caso de los institutos, se juntan y mezclan críos de 12 años con jóvenes de 18, escasez de personal, infradotación de recursos, tal es la situación que soportaban antes de la pandemia los centros andaluces, particularmente los de la costa, y que con la pandemia rampante siguen soportando, sin que la Junta de Moreno Bonilla y la consejería de Imbroda hayan ideado y ejecutado nada para compaginar sus aspiraciones presenciales con la seguridad que precisa el alumnado para que no le salga cara, ni a sus padres ni a sus abuelos, semejante inanidad.
Todo se ha dejado en manos de los directores de los centros, que no son sanitarios, ni albañiles, ni fontaneros, ni policías, y, como mucho, de los Ayuntamientos, que llegan hasta donde llegan, que no suele ser muy lejos. Al personal de colegios e institutos, en fin, se le puede pedir más esfuerzos, pero no el de asistir inermes a la debacle que la extraña obcecación del consejero Imbroda provocaría en un septiembre que se augura particularmente negro.
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